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Por debajo del pellejo

La vida de JMB demuestra que cuando uno manda lo mejor es no tener ideología ni pasado

Un senil Fidel Castro y el patriarca ortodoxo ruso Kirill fueron, en su momento, dos buenos amigos de JMB en el ajedrez internacional. (Pravmir)
Xavier Carbonell

02 de julio 2023 - 14:05

Salamanca/Vi a JMB por primera vez en una plaza de La Habana. Entre él y yo se interponía una multitud realmente grotesca –espías juveniles, gorilas de seguridad, mujeres con poca ropa– pero no era difícil localizarlo porque iba vestido de riguroso blanco. No es que me interesara hablar con él, cosa que hubiera sido impensable en aquella ocasión: acudí al lugar movido tan solo por la curiosidad. Al fin y al cabo, JMB era ya un tipo importante, tan importante que había cambiado esas iniciales por otras, más simples y significativas, que para bien o para mal pasarán a la historia.

JMB nació en 1936 y podría ser mi abuelo. Pertenece a esa clase de hombres llamados a convertirse en abuelos absolutos, a saltarse la paternidad y ser, de una vez y por todas, el anciano de la tribu, aquel a quien se invoca para pedir consejo o dinero y cuya sabiduría no se cuestiona.

Cuando ocupó su oficina hubo críticas. De uno de sus predecesores se decía que había servido de informante en un campo de trabajo nazi; de otro, que se había afiliado, si bien brevemente, a una asociación hitleriana. Ambos antecedentes manchaban con una grasa difícil de remover el traje impoluto de JMB. No obstante, llegaba al puesto sin que se supiera muy bien cuál era su ideología, si servía a la facción conservadora o a la liberal, si detrás de él estaba la mafia, el partido comunista, una coalición de millonarios o su propia conciencia, maquinadora, retorcida para algunos.

JMB había estado envuelto en un desagradable incidente durante cierta dictadura. Al parecer, cargaba con la muerte de varios conocidos

Es cierto que JMB había estado envuelto en un desagradable incidente durante cierta dictadura. Al parecer, cargaba con la muerte de varios conocidos por quienes, en un episodio turbio –de inacción o complicidad, quién sabe–, no dio la cara. Luego dicen que se reunió con el dictador, que conversó con él y lo trató cordialmente. Era su propia mancha de grasa, pero se libró de ella con relativa facilidad.

(Sé que le obsesionan los caracteres autoritarios: hace años, husmeando en una biblioteca, di con un libro de conversaciones entre uno de sus predecesores, KW, y mi dictador particular, FC. Al examinar las guardas del volumen encontré como editor a JMB, que todavía no se había cambiado el nombre y viajaba discretamente a La Habana, muchos años antes de que yo diera con él en la vaporosa plaza llena de espías.)

Cambió de país, cambió de nombre. Llegó a la oficina con el letrero de progresista colgado del cuello. Aunque, por las características y el calibre de su organización, no es posible –nunca lo ha sido– afirmar que goza de unanimidad. Su vida, tal y como aparecía en las noticias, era una película de Paolo Sorrentino. Inflexible, excéntrico, JMB afirmó que acabaría con la corrupción de los bancos y que reformaría la estructura, la jerarquía, la disposición de los jardines, el sistema de hospedería, los museos y las universidades. Cuando lo criticaban, sus palabras eran fabulosamente parecidas a las de los guiones del director italiano: "Me he visto siempre como un hombre de la cloaca; no comprenderán jamás por qué hacen falta ratas como yo, para preparar el terreno de los otros".

Han pasado varios años, los suficientes para hacer balance de un mandato en el que mi país ha jugado un rol extraño. Conociendo la situación, las manifestaciones, los destierros, JMB no se ha decidido a enfilar sus cañones –al menos los simbólicos, digo– contra el presidente MDC, como no lo hizo en su momento contra el general RC ni contra el dictador de siempre, FC, a quien visitó en sus últimos días, como una suerte de cuervo mortuorio.

Se ha dicho con demasiada inocencia que JMB está de espaldas a mi país y que sus asesores le esconden la gravedad del asunto. No lo creo

Se ha dicho con demasiada inocencia que JMB está de espaldas a mi país y que sus asesores le esconden la gravedad del asunto. No lo creo. No solo porque es un hombre bien informado, sino porque es despierto y lleva muchos años preparándose para una oficina como esa, donde todos se engañan. Yo mismo, en medio de las protestas de 2021, le mandé una suerte de telegrama con amigos comunes: Militares golpeando jóvenes stop presidente dio orden de combate stop di algo.

Hizo silencio. Al cabo de los días envió un mensaje desabrido que apareció en los periódicos y sus amigos de La Habana –RC, MDC y demás– supieron que no había de qué preocuparse, al menos de su parte. Escribo sobre JMB para dejar constancia de que nada que venga de él me desconcierta. Ha demostrado que más allá de ser humano, es una oficina. Que cuando uno manda lo mejor es no tener ideología ni pasado. Que un individuo de su estatura política –llámese JMB o Jorge Mario Bergoglio o Francisco a secas– no tiene que inquietarse por estrechar la mano, como hizo hace días, de un déspota. Y que, al final, su vida sí es un guión de Sorrentino, donde –como diría el escritor de ilustres iniciales, GCI– "por debajo del pellejo canónico hay lo que se llama un cabroncito".

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