El destructor de mundos
Lo único que molesta de 'Oppenheimer' es que, vista en el siglo de Putin, adquiere un pesado tono profético, con moraleja incluida
Salamanca/Charles Simic escribió un poema sobre el vínculo entre la crueldad y la risa. La imagen es inolvidable. Unos soldados desenvainan un cuchillo y –a lo Buñuel– le sacan los ojos a una vaca. No cuesta trabajo escuchar las carcajadas, ver una fogata en la oscuridad y a alguien que toma una rama encendida, para quemarle la cola al animal. Luego le dan una nalgada, "para que corra ciega sobre un campo de minas". Justo antes de la explosión –porque sabemos que habrá una explosión y que la tropa volverá a reír– acaba el poema. Simic, supongo que insomne, salva a la bestia: "Desde entonces ronda mi cabeza de vez en cuando".
Dicen todas las biografías de Robert Oppenheimer que, cuando vio el éxito de Trinity –el primer ensayo de explosión atómica, en 1945– se acordó de unos versos del Bhagavad-gita: "Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos". No sé hasta qué punto sea verdad, pero tiene sentido que en aquel momento de tensión máxima, sin saber si la bomba estallaría o no, si varios años de investigación y recursos habían sido desperdiciados, la poesía haya mediado entre el hombre y el artefacto. Las palabras asisten en los momentos de profunda desesperación para darle un sentido bello incluso a la muerte y al miedo.
Las palabras asisten en los momentos de profunda desesperación para darle un sentido bello incluso a la muerte y al miedo
Había que ver Oppenheimer –el intento de ofrecer toda la belleza posible a la destrucción– y tenía que ser en el cine. Es casi un lugar común recordar que Christopher Nolan manipula el tiempo de sus relatos hasta lograr el vértigo, quiebra las edades y hace que sus protagonistas se desdoblen y actúen en varias líneas, que la cámara superpone. El club Nolan, además, significa ver en acción a Cillian Murphy, Kenneth Branagh, Gary Oldman, Christian Bale, Matt Damon, y, si uno tiene suerte, a Elizabeth Debicki, Emily Blunt o –tan agreste y en cueros que provocó la censura del Oppenheimer en la India– a Florence Pugh.
(Los funcionarios indios se lucieron con la película. Además de devolverle la decencia textil a Pugh, que hacía de atril poco edificante del Bhagavad-gita mientras Murphy, desnudo también, traducía un par de versos, colocaron cartelones de "fumar mata" cada vez que alguien encendía un cigarro. En plena guerra mundial, entre la vigilancia militar y los enrevesados cálculos, ¡todo el mundo fumaba en Los Álamos! No obstante, los censores opinaron que no era para tanto: al proyectar un filme tan irrespetuoso con el hinduismo, incluso tachando y cortando, se habían comportado con excesiva tolerancia.)
A Robert Oppenheimer se lo relaciona a menudo con Prometeo, el que trajo el fuego robándolo a los dioses. Si el titán fue sometido al castigo divino –la consabida águila le devoraba las vísceras, que le volvían a crecer cada día–, de Oppenheimer se dice que su tormento fue la culpa, hasta su muerte en 1967, por la paternidad de la bomba. Eso explica su rol ofensivo en la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos y la campaña de asesinato de prestigio durante la purga de comunistas –él no lo era– de 1954.
Me gusta la reflexión de Nolan sobre el cinismo y la responsabilidad del pensador, el modo en que subraya la limpieza de la teoría y la malicia de la práctica
Me gusta la reflexión de Nolan sobre el cinismo y la responsabilidad del pensador, el modo en que subraya la limpieza de la teoría y la malicia de la práctica, la inteligencia de las conversaciones –algunas de ellas con Einstein, Heisenberg o Niels Bohr– y la representación de las ondas, colisiones, silencios y movimientos del cosmos.
Lo único que me molesta del filme es que, visto en el siglo de Putin, adquiere un pesado tono profético, con moraleja incluida. Esa advertencia ética desluce un poco el relato, casi tanto como la polémica idiota que pedía al público elegir entre Oppenheimer y Barbie.
Es cierto, no obstante, que lo que pasó después del Proyecto Manhattan –y su demostración funesta en Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945– moldeó la manera de hacer la guerra y la conversación diplomática. Lo poco que entendemos sobre la bomba atómica –¿se incendiará la atmósfera, estallará el planeta, se saldrá de órbita?– alimenta la imaginación tanto como los nervios. Siempre queda la sospecha de que, en medio del campo de minas donde juegan los soldados de Simic, sin poder contener al animal adolorido y rabioso y a punto de reventar, esté cualquiera de nosotros.
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