Quién se enamora de una máquina de escribir
Hay una relación de afecto, y también una tensión, entre el hombre y sus herramientas
Salamanca/El oficio deja marcas en el cuerpo. Una cicatriz, un corte, las ojeras detrás de los espejuelos o las costillas rotas. El lenguaje del dolor se va inscribiendo en la piel y los huesos, y también en la memoria. A muchos carpinteros les falta una falange; al albañil no se le quita el polvo de las manos; y también el escritor se va encorvando, callado frente a su mesa, cuando no logra dar con las palabras.
Todo se eclipsa y decae menos los ojos, que permanecen invictos –como decía Hemingway de su viejo pescador–, no así la mirada, a la que tarde o temprano alcanza la ceguera. Esa lenta transformación que resulta de encontrarnos con la vida, de doblegarla y hacerla nuestra, no la recibe uno sin orgullo. Con las mataduras de cualquier profesión vienen también la experiencia, la técnica y, casi al final, la maestría. Si uno está despierto y no es demasiado torpe, quizás pueda irse tras haber dejado –tenue o profunda, no importa– una huella de vuelta, una señal del paso.
Se nota el gasto propio, el cansancio y la vejez del cuerpo, pero rara vez se siente dolor por la herramienta que facilitó el trabajo. Lo que uno logra suele ser el resultado de la tensión entre el hombre y el instrumento. La sierra sobre la mano, la espalda bajo los fardos, el ojo contra el idioma.
Me interesa la relación sentimental, digamos, entre la máquina y quien la maneja. El afecto que uno puede llegar a poseer por las piezas en un taller o por una navaja de afeitar. El aprecio que le tiene el soldado a su escopeta –que engrasa, limpia y preserva– y el fotógrafo a su Kodak. Esa relación rebasa lo instrumental y llega al punto de que un bolígrafo, un mandil o una chaveta se convierten en requisitos para el éxito.
Se nota el gasto propio, el cansancio y la vejez del cuerpo, pero rara vez se siente dolor por la herramienta que facilitó el trabajo
Recuerdo que los dedos de Carlos Fuentes estaban completamente torcidos –luego descubrí esa particularidad en otros novelistas– por la presión sobre la máquina de escribir. Sus falanges, trabajadas por frases largas, parecían medias lunas, comas. Lo había deformado la mecanografía, padecimiento del que nos libra la tersura de los teclados modernos.
Sin embargo, con la sofisticación se pierde un universo de metáforas y complicidades. Creo haber leído que Cabrera Infante conservó hasta el final su diligente Smith-Corona. Esa afición por el mecanismo dentado, reluciente, tuvo su correlato en la escotada y seductora Vivian Smith-Corona, de Tres Tristes Tigres, la mujer que era "una exacta máquina de escribir. Pero de exhibición, de las que se ven en la vidriera con un letrero al lado que dice no tocar. No se vende, nadie las compra, nadie las usa. Son para bonito".
La relación de Reinaldo Arenas con su máquina fue turbulenta, pero igual de erótica. "Era una Underwood vieja y de hierro, pero constituía para mí un instrumento mágico". Decía sentarse ante ella como un ejecutante, un pianista que convocaba "ondas gigantescas que cubrían páginas y páginas sin llegar a un punto y aparte". Tuvo que soldar la Underwood a una mesa para que los espías y amantes despechados no se la robaran. Gracias a esa fijeza logró mantener el ritmo de la escritura durante unos años, pero luego tuvo que usar libretas y papeles sueltos –escritos con apuro, antes del anochecer– que fueron destruidos o decomisados.
Muy lejos de la áspera Habana donde se escondía Arenas, en un despacho de París, Severo Sarduy trajinaba su Olivetti Lettera 32 para lograr adaptarla: necesitaba con desesperación la letra ñ. Además, compraba en las papelerías la cinta más negra, la que más manchas dejara. "Tengo esa manía", comentaba, "porque además me quedan las manos como las de un mecánico de autos, lo cual me encanta".
Severo Sarduy trajinaba su Olivetti Lettera 32 para lograr adaptarla: necesitaba con desesperación la letra ñ
(Quizás del rodillo de esa misma Olivetti salió la carta que Sarduy envió a Arenas a nombre de Editions du Seuil, para notificarle que los planes de esa casa estaban repletos y que rechazaban el manuscrito de Celestino antes del alba.)
Por mi parte –y aunque siempre me ha gustado la máquina de escribir como artefacto– sólo usé una de niño, una mal aceitada Royal, de cascarón verde, en la que mi abuelo apuntaba sus fórmulas de boticario. Allí escribí casi por casualidad, como el proverbial mono, mis primeros cuentos. Me entregué el hechizo del artefacto y aprendí su idioma –tabulador, palanca, timbre, espaciador, varillas y esqueleto– antes de que en la casa la dieran por obsoleta y desapareciera.
Esa impronta sentimental, el dolor de extraviar las cosas remotas que me hechizaron por primera vez, la imposibilidad de olvidar los rostros y las conversaciones, son quizás las marcas de mi oficio, lo que el tiempo me va dejando para trabajar. Ahora escribo sobre un teclado suave y luminoso, en este aparato que algunos conocen como ordenador y que yo, empecinado, siempre llamaré computadora, en femenino.
Pero la nostalgia no perdona. Hace varias semanas, en una tienda de antigüedades, di con una flamante Smith-Corona (plateado el mecanismo, blanco el caparazón). Mientras contaba los billetes me acordé, como es natural, de la preciosa Vivian y de la burla de Caín –"¿quién se enamora de una máquina de escribir?"–. Por desgracia, no me alcanzó el dinero.
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