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Enero 1959: Batista se fue, Fidel no llegaba y los Boy Scouts dirigían el tráfico en La Habana

Cuba parecía haber despertado de una pesadilla que, sin embargo, apenas estaba por comenzar

Los policías se habían esfumado y los Boy Scouts dirigían el tránsito en una de las intersecciones más importantes de la capital. (Archivo)
Frank Calzón

05 de enero 2022 - 19:01

Miami/Ni a mi amigo Guillermo ni a mí nos molestaba el norte, el frente invernal que desde hacía unos días lanzaba las olas sobre el muro del Malecón habanero. Los dos, de 13 y 14 años, estábamos felices dirigiendo el tránsito en una de las intersecciones más importantes de la ciudad. Los semáforos en aquella época no eran automáticos y necesitaban un policía encargado de cambiar las luces manualmente.

La policía, la del tráfico, y la otra, la que perseguía, torturaba y asesinaba a los jóvenes que se oponían al régimen de Fulgencio Batista, se había esfumado como por arte de magia. Mientras tanto, Fidel (ya todo el mundo lo llamaba simplemente así) había declarado Santiago de Cuba capital de la nación y en un discurso aconsejaba calma, felicitando a todos los cubanos por el momento histórico que vivíamos, y pidiendo a los niños exploradores que fueran los policías en la capital.

Sería necesaria toda una semana hasta que él, con su ejército rebelde, que iba incorporando a muchos reclutas al pasar por los pueblos y ciudades que lo aplaudían delirantemente, entrase en La Habana con Huber Matos y Camilo Cienfuegos a cada lado.

Estábamos alegres. El país, la gente, hasta los niños, intuían que algo muy bueno había sucedido. Los habaneros se reían viéndonos tan serios, con nuestros pantalones tan cortos, dirigiendo el tráfico. Las señoras del edificio de enfrente nos traían limonada con emparedados de jamón y queso.

La esperanza se reflejaba en las caras, en los comentarios, en la expectativa de aquel pueblo que creía en Fidel Castro. ¿Quién, a no ser Batista, que lo acusaba de comunista, dudaba de que restablecería la Constitución de 1940?

La esperanza se reflejaba en las caras, en los comentarios, en la expectativa de aquel pueblo que creía en Fidel Castro. ¿Quién, a no ser Batista, que lo acusaba de comunista, iba a dudar de que restablecería la Constitución de 1940, que erradicaría la corrupción, los abusos y la censura de prensa? Fidel había prometido que nunca más una madre lloraría por un hijo en la prisión política, y los vuelos con los exiliados ya aterrizaban en Rancho Boyeros.

Cuba era una fiesta. Los habaneros habían disfrutado de otra Nochebuena con puerco asado, cerveza Hatuey, yuca con mojo y frijoles negros. Habían comido los turrones, los dulces de coco y los cascos de guayaba, y en los balcones se agitaban las banderas, en vísperas del arribo de los héroes.

Después, con rapidez vertiginosa, vendrían otras cosas: el encarcelamiento y hasta el fusilamiento de algunos de los héroes que yo veía en la pantalla de la televisión junto a Fidel y al pueblo delirante. Se impuso a la fuerza la radicalización ideológica y la intolerancia entre los cubanos. Nuestro pueblo fue sometido a la injerencia militar soviética y se sembró el odio a muerte a nuestros vecinos estadounidenses.

Pero en aquel primer momento éramos felices. Cuba parecía haber despertado de una pesadilla que, sin embargo, apenas estaba por comenzar. En este enero de 2022, cuando han pasado 63 años, lo recuerdo todo vívidamente, cómo cambiábamos con inocencia las luces de los semáforos: del verde de la esperanza al amarillo de la sospecha al rojo de la represión.

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