La espía anacrónica
Si Ana Belén Montes fuera la villana en una película de James Bond, sería la implacable Rosa Klebb
Salamanca/Al espía lo define la habilidad con que maneja un secreto. El secreto configura todo lo demás, el temperamento, las amistades, el amor, el miedo, el sexo y la lealtad. La acumulación de informaciones confidenciales hace del espía un peligro para ambos bandos. Su fecha de caducidad depende de qué tan rápido el secreto cambie de manos. El vértigo de una vida así tiene que ser adictivo.
Durante varias semanas me obsesionó el modo en que la espía Ana Belén Montes había sido moldeada por el secreto. Era, ante todo, un problema de comunicación. Montes partía de un resentimiento contra su país y de una lealtad a prueba de balas por Castro. Se sabe que transmitió datos a La Habana desde los años ochenta y que se reunía todos los días con su contacto, como una disciplinada máquina de informar.
Su aspecto no podía ser más mediocre: pelo corto, ojeras de oficinista y trajes baratos. Es revelador que La Habana haya celebrado con tanto desgano su liberación tras veinte años de cárcel. Solamente los escaños más bajos de la propaganda del régimen mostraron cierto entusiasmo.
Se sabe que transmitió datos a La Habana desde los años ochenta y que se reunía todos los días con su contacto, como una disciplinada máquina de informar
La excarcelación de Ana Belén Montes le recuerda al mundo cosas que La Habana preferiría no remover. Por ejemplo, el hecho de que la red de espionaje de Cuba sigue en acción, aunque su alcance es modesto y sus métodos anticuados. Uno ve a Montes y sabe que al final del cable espera Castro, en vilo, sujetando el teléfono. Ambas figuras –Mata Hari y el káiser– son dinosaurios, parodias, reliquias de la Guerra Fría.
Si Montes fuera una villana en una película de James Bond, no sería la rubia Tatiana Romanova sino la vomitiva Rosa Klebb. Inapetente, Sean Connery hubiera evitado seducirla. Me resulta más fácil verla detrás de una vieja Macintosh, descargando los archivos del Pentágono en un disquete, mientras se toma nerviosamente un café.
Veinte años después de su captura, seguimos sin saber quién es Montes. ¿Estaba enamorada de alguien cuando la esposaron? ¿Había planeado su retiro, se aburrió de jugar? ¿Cuál fue la última película que vio como mujer libre, qué le gustaba comer? ¿Qué pensaba de la situación de la Isla –el hambre, la pobreza, el Período Especial– y del Castro paranoide y crepuscular de 2001?
El problema fundamental que Montes vuelve a traer a discusión es la ideología del espía. Ningún servicio de inteligencia moderno es efectivo por la lealtad política de sus agentes. El dinero, el chantaje o la coacción son menos frágiles que el entusiasmo por determinado Gobierno. Montes, sin embargo, dijo no recibir remuneración alguna por sus servicios. Actuó por fidelidad a una ideología, por rencor a su país, por su extraño vínculo con Castro. Esa es la marca más evidente de su anacronismo.
Hay otra explicación para Montes, quizás más creíble que la ideología. La lujuria por el secreto. La acumulación, clasificación y posesión de secretos
Ni siquiera Bond –que trabajaba for Queen and Country– podría decir tanto. El alcohol, los remordimientos y las mujeres son su territorio. Por el contrario, la patria de Montes no existe. No es Puerto Rico, aunque allí vivan sus parientes; ni Estados Unidos, un país cuyo Gobierno no soporta; ni Cuba, donde sería un estorbo para el romance diplomático con Washington. No le queda otra región que su vigilada libertad personal y su memoria.
Hay otra explicación para Montes, quizás más creíble que la ideología. La lujuria por el secreto. La acumulación, clasificación y posesión de secretos. El agotamiento de una vida dedicada al flujo de datos, propio de una máquina, de una inteligencia superior. Su captura, en un momento de máxima sobrecarga, fue la respuesta del sistema frente al virus.
Cuando un espía se quema lo mejor que se le puede ofrecer, al cabo de tanto tiempo, es el anonimato. La realidad, siempre gris y ordinaria, nos devolvió hace poco a una Ana Belén Montes canosa, con patas de gallina y sonrisa benévola. No quiere hablar, no quiere saber nada de su pasado. Como si La Habana volviera a susurrarle instrucciones, como si todavía llevara con honor el disfraz de Rosa Klebb, enunció ante la prensa el primer mandamiento del espía: "Yo como persona soy irrelevante. No tengo importancia".
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