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Por qué el país más exitoso de América Latina se esfuerza tanto en no serlo

El escritor y político sueco de origen chileno dirige esta carta a Anders Linder, director de la revista Axess

Marcha convocada por la Confederación de Estudiantes de Chile el pasado mes de mayo. (EFE)
Mauricio Rojas

30 de septiembre 2016 - 13:31

México/Querido Anders:

Me preguntas qué pasa en Chile a propósito de las noticias aparecidas en los diarios suecos sobre las marchas contra las AFP. Parece que los chilenos están empecinados en destruir las bases del progreso de su país, me dices, y que se está repitiendo lo del 2011. Para poder darte una explicación de lo que viene ocurriendo desde entonces te pido un poco de paciencia, ya que la cosa no es tan simple.

Como sabes, a mediados de los años 80 Chile era un país latinoamericano bastante mediocre en cuanto a su ingreso per cápita, que era inferior a lo alcanzado ya a finales de los años 60. El país venía recién saliendo de su peor crisis económica desde los años 30 y el desempleo total había bordeado el 30%. En torno a la mitad de la población vivía en la pobreza y masivas protestas habían remecido la dictadura del general Pinochet. Nadie hubiese creído entonces que la democracia se restablecería pronto y de manera pacífica, ni tampoco que el país experimentaría cerca de treinta años de éxitos económicos casi ininterrumpidos que más que triplicarían el ingreso per cápita y reducirían la pobreza a menos del 8% de la población. Así, a comienzos de la presente década Chile se había convertido en el país de más alto ingreso por habitante de América Latina y en el ejemplo que muchos otros querían seguir. Pero justo entonces los chilenos se lanzaron masivamente a las calles para mostrar su descontento con el modelo social que les había brindado una prosperidad que generaciones anteriores apenas habrían podido soñar.

A comienzos de la presente década Chile se había convertido en el país de más alto ingreso por habitante de América Latina y en el ejemplo que muchos otros querían seguir

La sorpresa fue general y mayúscula. Lo que ocurría parecía ser inexplicable, pero no lo era y ni siquiera se trataba de algo único. Los sucesos chilenos combinaban dos tipos de descontento o malestar, ambos bien estudiados y nacidos del enorme progreso del país. El primero trata del aumento desbordante de las expectativas propio del rápido progreso. El segundo de un cambio valórico profundo que asumió la forma de una fuerte confrontación generacional. Esos dos tipos de descontento apuntaban, en cuanto a sus conclusiones políticas, hacia lados opuestos, pero era fácil confundirlos y de esa manera malinterpretar lo que quería la mayoría del país.

El primer tipo de malestar, aquel que ya en los años 50 se asoció a la así llamada "revolución de las expectativas crecientes", puede llegar a ser especialmente prominente en un país como Chile que en un tiempo tan corto deja la pobreza absoluta trás de sí, ve surgir amplias capas medias y experimenta una revolución educacional sin precedentes que en tres décadas multiplica por diez la cantidad de estudiantes de la educación superior. Una situación así pone de golpe al país ante la paradoja de la pobreza relativa, por la cual el sentimiento de pobreza puede incrementarse al mismo tiempo que la pobreza se reduce drásticamente. La pobreza absoluta trata de la lucha por las cosas más elementales para la vida, mientras que la relativa trata de todo aquello que uno puede desear pero no obtener, y esto último crece exponencialmente cuando podemos levantar la vista de lo más apremiante y nuestros horizontes se amplían por el mayor acceso a la educación y a los medios de comunicación. Por ello puede crecer la frustración y el descontento a pesar de nuestros progresos, no menos cuando sabemos que otros sí pueden gozar de todo aquello que nos falta. La conclusión de ello es que se quiere recibir aún más de los frutos del progreso. No es que uno quiera bajarse del tren del éxito, sino viajar en primera clase.

La pobreza relativa trata de todo aquello que uno puede desear pero no obtener, y esto crece cuando podemos levantar la vista de lo más apremiante y nuestros horizontes se amplían por el mayor acceso a la educación

El segundo tipo de descontento conduce a la conclusión opuesta y también es bien conocido. Es aquel que, por ejemplo, experimentó Europa occidental en 1968. Fue el año en que la primera generación de europeos nacidos después de la guerra, la generación de la paz y el progreso, se alzó contra la mejor Europa que se haya conocido. Su revuelta no fue contra la pobreza ni el fracaso, sino todo lo contrario. Tal como en el caso de Chile, su descontento estaba propulsado por un sorprendente "malestar del progreso".

En el fondo, se trata de cambios valóricos drásticos producidos por un gran progreso que en poco tiempo transforma las condiciones de vida de una sociedad de una manera radical. Eso es lo que había pasado en la Europa de la posguerra y también en el Chile posdictatorial. De esa manera se abrió un profundo abismo entre la generación de los padres, crecida bajo duras circunstancias (profundas crisis económicas, pobreza, guerra, dictadura), y la de los hijos, formados bajo condiciones opuestas (prosperidad creciente, consumo de masas, paz, democracia). De acuerdo a los conceptos que Ronald Engelhart acuño para entender la revuelta juvenil europea del 68 (pero también aplicables a la peace & love-generation estadounidense) esas condiciones tan diferentes de vida dan origen a perspectivas valóricas y a preferencias opuestas, que van a entrar en conflicto debido a la excepcional rapidez del progreso. Lo que normalmente ocurre de manera evolutiva va por ello a asumir la forma de una aguda lucha intergeneracional, en la que la generación joven cuestionará el conjunto del orden social existente.

En este contexto, la generación adulta representa lo que Engelhart llamó "valores materialistas", propios de la dura lucha por la supervivencia, mientras que los jóvenes le dan expresión a "valores posmaterialistas", formados por una vida en que el bienestar se ve como algo normal y las preferencias tienden a direccionarse hacia "la buena vida" y la autorrealización personal. De esta manera se desvalorizan, o incluso desprecian, las conquistas materiales de los padres e igualmente el sistema social que las hizo posibles. Lo que ahora se quiere es una sociedad distinta, más humana, colaborativa, altruista e igualitaria, alejada del individualismo, el lucro, el mercado y la competencia. Con otras palabras, lo que se quiere es bajarse del tren del éxito alcanzado.

Los partidos de la centro-izquierda democrática, que formaban la así llamada Concertación y que habían gobernado el país de 1990 a 2010, rompieron los compromisos y el espíritu de consenso en torno a los valores de la democracia liberal y la economía de mercado

Ese fue el discurso que resonó en la Europa de 1968, y también en el Chile del 2011. Ahora bien, las consecuencias políticas de la revuelta juvenil van a depender enteramente de la forma en que la izquierda existente se relacione con la misma. En el caso de Suecia, que bien conoces, la socialdemocracia se radicalizó bajo la época de Olof Palme (líder del partido de 1969 a 1986), reviviendo ese anticapitalismo que había permanecido sepultado durante tantas décadas. Fue el tiempo de los intentos de socializar las mayores empresas suecas y del colapso de los consensos en que se basaba el viejo modelo sueco. Fue una época de confrontaciones que hoy todos quieren olvidar y de la que nos hizo salir la gran crisis de comienzos de los años 90, que por su gravedad obligó a restaurar el clima dialogante y abrió un nuevo período de fuertes consensos.

En Chile pasó lo mismo, pero aún no sabemos cómo va a terminar. Los partidos de la centro-izquierda democrática, que formaban la así llamada Concertación y que habían gobernado el país de 1990 a 2010, rompieron los compromisos y el espíritu de consenso en torno a los valores de la democracia liberal y la economía de mercado que habían marcado esos años tan exitosos, adoptando en su lugar una agenda confrontativa y refundacional. En fin, fue la alternativa de bajarse del tren la que imperó y formó la base del programa rupturista de gobierno que Michelle Bachelet ha tratado de imponer desde marzo de 2014.

De esa manera se inició un período no sólo de confrontación política y estancamiento económico sino también de caída imparable de la popularidad de la presidenta, que pasó de ser la política que mayor aprobación ha logrado entre los chilenos a la menos querida de todos los presidentes sobre los que se tenga información. Sin duda que una caída tan espectacular tiene que ver con escándalos familiares que dañaron irremediablemente su imagen así como con la sorprendente desprolijidad de las reformas impulsadas y sus efectos negativos para la marcha del país. Pero en el fondo subyace algo más fundamental: una interpretación absolutamente errónea sobre el tipo de malestar predominante en la sociedad chilena. La abrumadora mayoría de los chilenos no quería de ninguna manera bajarse del tren del éxito.

Es en medio de este escenario que en julio de 2016 aparece masivamente en la calle un sector social que hasta entonces había permanecido en silencio: los pensionados. Hasta entonces los estudiantes habían dominado la calle sin contrapeso y por ello mismo habían logrado reformas, como la que apunta a la gratuidad universal de la enseñanza universitaria pública (que, además, es una forma encubierta de estatizar la educación superior del país), que comprometían todos los recursos disponibles de un erario público cada vez menos holgado (las gran minería estatal del cobre está actualmente trabajando con pérdidas).

En un contexto así, no sería del todo extraño que surgiera un Chávez chileno, especialmente si se toma en consideración la debilidad extrema del Gobierno actual y el clima generalizado de desconfianza hacia la clase política

Lo que suscitó la atención y fijó los términos de la discusión subsiguiente fue que la consigna unificadora de las manifestaciones ("No+AFP") se dirigía frontalmente contra el sistema de capitalización individual en que no sólo se basan las pensiones de la mayoría de los trabajadores chilenos sino también gran parte de aquel mercado de capitales que ha sido un importante motor del éxito económico del país. Lo interesante en este contexto es que el bajo nivel promedio de las pensiones nada tiene que ver con ese sistema en sí, sino con unas cotizaciones que han sido bajas y discontinuadas por razones tanto legales como propias del mercado de trabajo chileno. Sin embargo, en vez de proponer reformas y el complemento de un pilar solidario de mayor nivel la dirigencia del movimiento, que profesa un anticapitalismo radical, logró convertir una atendible demanda por mejores pensiones en un ataque frontal al motor mismo del éxito chileno. Esto es lo mismo que había pasado en 2011, cuando una dirigencia juvenil militante logró darle un discurso antisistémico a lo que era un malestar difuso, provocando así un malentendido de proporciones sobre el rumbo que la mayoría de los chilenos quería para el país.

Está por verse cómo se desarrollará el tema de las pensiones. Para muchos puede resultar tentador prometer una fiesta populista metiéndole mano al enorme pozo de ahorro acumulado en las cuentas individuales de pensiones (unos 175 mil millones de dólares). Ese es, por así decirlo, nuestro petróleo, que podemos dilapidar o seguir usando para que progrese el país. En un contexto así, no sería del todo extraño que surgiera un Chávez chileno, especialmente si se toma en consideración la debilidad extrema del Gobierno actual y el clima generalizado de desconfianza hacia la clase política que impera en el país. Puede parecer una locura, pero, lamentablemente, nunca han faltado los líderes inescrupulosos que dicen: "Después de mí, el diluvio".

Bueno querido Anders, nada más por ahora desde este país que a veces parece empecinado, como hace no mucho dijo Niall Ferguson, "en ejercer su derecho a ser estúpido".

Nota de la Redacción: este análisis ha sido publicado previamente en 'El Líbero'. Lo reproducimos con la autorización del autor.

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