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La extraordinaria y eficaz Máquina de fabricar calumnias

Guillermo Cabrera Infante afirma que "cuando se viven situaciones invivibles no hay más salida que la esquizofrenia o la fuga"

Dibujo de la portada del libro 'Mapa dibujado por un espía'. (@penguinrandomhouse)
Xavier Carbonell

05 de junio 2022 - 16:12

Salamanca/La extraordinaria y eficaz Máquina de fabricar calumnias no es un solo artefacto, sino un complejo sistema para organizar chivatos, informantes, policías, archivos, vecinos comprometidos y agentes improvisados. Hay un manual de instrucciones para comprender la Máquina, pero nunca pude dar con él en Cuba —cuando más falta me hacía—: es el Mapa dibujado por un espía, de Guillermo Cabrera Infante.

Cuando Guillermo murió, la viuda registró su biblioteca en busca de manuscritos perdidos. Ocultas en un sobre que el cubano había sellado y olvidado estaban las 314 páginas mecanografiadas del Mapa. Desde su exilio en Londres —capital de otra isla— Cabrera Infante relataba su último viaje a La Habana, en 1965, y ajustaba cuentas con vivos y muertos.

Ese año —la historia se ha narrado tantas veces que ya no sé distinguir la ficción de la realidad, el documento del chisme— Cabrera Infante era agregado cultural en Bélgica. Había problemas en la embajada y el Gobierno envió un mediador. El primer trabajo de cualquier mediador es abrir los oídos y convertir los cuentos y "bolas" en bien redactados informes. En la embajada vivía una especie de policía de seguridad que se llamaba Aldama, y fue él quien echó a andar la extraordinaria y eficaz Máquina.

Cabrera Infante era agregado cultural en Bélgica. En la embajada vivía una especie de policía de seguridad que se llamaba Aldama, y fue él quien echó a andar la extraordinaria y eficaz Máquina

Aldama era mulato, más bien oscuro, altísimo, con voz grave y gafas prietas; manejaba un Buick. Había pertenecido a los "grupos de acción" de la clandestinidad contra Batista y decía conocer a Fidel Castro. Le complacía referir —como carnada para anotar la reacción del interlocutor— un episodio de ametralladoras y matones en el cual se había involucrado Castro.

Lejos, en las lóbregas y calurosas oficinas de la Seguridad del Estado, las informaciones de Aldama eran bien recibidas. Gracias al mediador y al mulato, la embajada se fue vaciando de problemáticos y solamente quedaron Cabrera Infante y el "compañero" Aldama, que lo empezó a rondar como un león del espionaje.

Quien haya leído a Cabrera Infante sabe que ha habido pocos cubanos tan socarrones y malhumorados al mismo tiempo. Operando ciertos hilos en el Ministerio de Relaciones Exteriores logró sacarse de encima la vigilancia del mulato, al que removieron de la apacible Bruselas de vuelta al sudor del trópico.

Nadie como un cubano para ser vivo y bobo a la vez. No sospechaba Cabrera Infante que Aldama lo iba a arrastrar con él —gracias a la Máquina de fabricar calumnias—, y que la salación vendría pronto: su madre estaba a punto de morir y tuvo que volver a La Habana.

Guevara de 'tour' guerrillero por África; la chivatería cederista en su “punto caramelo”. Esa era La Habana poblada de zombis políticos que encontró Cabrera Infante

Estamos hablando de los años en que Castro se comportaba —siempre lo hizo— como un zar agrario y proletario; en que Manuel Piñeiro, Barbarroja, entrenaba a los primeros agentes de la Seguridad del Estado con el librito de la KGB; en que Ramiro Valdés —hoy momia durmiente en mortaja verde olivo— era el sanguinario ministro del Interior. Camilo muerto; Guevara de tour guerrillero por África; la chivatería cederista en su "punto caramelo". Esa era La Habana poblada de zombis políticos que encontró Cabrera Infante.

"Sabía", contó en una entrevista, "que en Cuba no se podía escribir, pero creía que se podía vivir, vegetar, ir postergando la muerte, posponer todos los días. A la semana de volver sabía que no sólo yo no podía escribir en Cuba, tampoco podría vivir".

Comienza entonces el relato —que es, en efecto, una especie de novela de espionaje en un país desfigurado— de la ruptura, el desencanto y finalmente la asfixia de quien es bajado del avión, hasta nuevo aviso, para vivir durante cuatro meses en tensión y vigilancia.

Me hubiera gustado leer Mapa dibujado por un espía en Cuba, pero entrar a esa historia mientras deambulaba en un ambiente similar, crear los inevitables enlaces que practica todo lector, entre ficción y vida, entre el recuerdo ajeno y la angustia propia, hubiera sido poco recomendable para la salud mental. Lo puedo hacer ahora —leer, comparar, recordar— amparado por cierta inocencia y lejanía.

Todo el que se va, el que piensa irse, el que disiente, se gana tarde o temprano a un compañero Aldama, sombra que le va recortando la porción de vida y país que le toca. Hasta que uno se desvanece, se vuelve no-persona, una lacra, un infante difunto. Entonces sólo queda "huir tan lejos como fuera posible, tan rápido como se huye de la peste, del tirano".

La extraordinaria y eficaz Máquina de fabricar calumnias prosigue su trabajo, quizás con un poco más de óxido y carencia de piezas, pero indiferente tras seis décadas

Cierro el Mapa dibujado por un espía, en la bonita edición de Galaxia Gutenberg, y me preparo un café. En determinado punto, Cabrera Infante entendió que ya no podría regresar en vida a Cuba. Todos los exiliados confrontan ese pánico. Yo, que me fui despidiendo de todas las cosas —mi gato, mis libros, mis lugares—, sé que aunque regrese mañana y la Máquina ya no exista, hay una ruptura irremediable y concreta: todo cambia cuando no estamos, y no hay mapa que sirva para recobrar el tiempo.

La extraordinaria y eficaz Máquina de fabricar calumnias prosigue su trabajo, quizás con un poco más de óxido y carencia de piezas, pero indiferente tras seis décadas. Cabrera Infante afirma que "cuando se viven situaciones invivibles no hay más salida que la esquizofrenia o la fuga". Yo quiero pensar, por encima del pesimismo y de la historia, que estudiar el funcionamiento de la Máquina es el modo más lúcido de quebrarla.

Cuando llegue ese día, los exiliados podremos regresar a casa. Aunque yo, que conozco a los míos y sé de qué pata cojean, no creo que vuelva —como diría Guillermo— en el primer avión.

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