Por qué fracasó el bitcoin en El Salvador

El inminente barco de la prosperidad que el Gobierno salvadoreño quiso vender a sus seguidores no atracó jamás en las costas del Pacífico

Bukele retiró hace dos semanas la condición de moneda de curso legal al bitcoin.
Bukele retiró hace dos semanas la condición de moneda de curso legal al bitcoin. / @bitcoinofficesv/X
Federico Hernández Aguilar

17 de febrero 2025 - 10:33

San Salvador/A mediados de 2021, Nayib Bukele quiso hacer entrar a su país en los libros de historia de la economía anunciando la adopción del bitcoin como moneda de curso legal. Y así fue. De la mano de su joven gobernante, y tras veinte años de haberse dolarizado en 2001, El Salvador aprobaba una ley que convertía a una criptomoneda en un activo que los comercios debían aceptar a cualquier cliente que lo ofreciera como medio de pago. 

Tres años y medio después, en este inicio de 2025, los salvadoreños no solo siguen evitando el uso generalizado del bitcoin, sino que el oficialismo ha tenido que reformar su propia ley para revocar la obligatoriedad mercantil de que gozaba el criptoactivo, destruyendo, en la práctica, su condición de “moneda”. ¿Qué pasó? ¿Por qué fracasó este experimento, mercadeado como una gran audacia?

Lo primero que debe decirse, sin paliativos, es que la medida fue una decisión unilateral que nunca contó con la aprobación de la ciudadanía. Los salvadoreños, de hecho, nos enteramos de la ocurrencia cuando Bukele apareció hablando inglés, por videoconferencia, durante un evento de bitcoiners en Miami. De la noche a la mañana y sin previo aviso, el gobernante nos sorprendía revelando, ante un público extranjero, que nuestro país iba a ser laboratorio de un nuevo sistema cambiario.

De la noche a la mañana y sin previo aviso, el gobernante nos sorprendía revelando, ante un público extranjero, que nuestro país iba a ser laboratorio de un nuevo sistema cambiario

Dicho y hecho. Sin presentar estudio alguno sobre su conveniencia, implicaciones y motivos reales, la medida fue aprobada en la Asamblea Legislativa controlada por Bukele. Desde Casa Presidencial, mediante cadenas de radio y televisión, el mandatario milenial puso toda la carne en el asador: proclamó que los altísimos niveles de exclusión financiera de la población se reducirían, que las transacciones en remesas se verían altamente beneficiadas y que la economía salvadoreña recibiría una inyección de dinamismo histórico.

En su antigua cuenta de Twitter, Bukele ofrecía el siguiente ejemplo: “Bitcoin tiene una capitalización de 680.000 millones de dólares. Si el 1% de ello se invierte en El Salvador, eso incrementaría nuestro PIB en un 25%”. Poco después aseguró que se construiría una fantástica urbe —Bitcoin City, se llamaría— destinada a ser la principal receptora de toda la prosperidad que la criptomoneda iba a generar, con abundancia de inversores futuristas, hoteles de lujo y rascacielos luminosos a la orilla del mar.

Pero no. La mayoría de los ciudadanos no creyó en los sueños de su popular gobernante. Los números alegres que este hacía chocaban con el diario vivir de la gente, que ni siquiera se dejó engatusar por el equivalente a 30 dólares que el poder ejecutivo regalaba a todo aquel que usara la nueva moneda. El manejo gubernamental del criptoactivo, para colmo, brilló por su infame opacidad. Hasta el día en que escribo estas líneas, los salvadoreños no sabemos a ciencia cierta cuánto de nuestro dinero se ha utilizado para adquirir bitcoins, a quién se encargó la construcción de decenas de cajeros (que solo tuvieron usuarios durante los primeros meses) y qué ganancia real obtuvimos después de tan millonaria “inversión” en activos, distribución de billeteras digitales y ruidosa propaganda.

Las advertencias de especialistas serios como Steve Hanke, profesor de Economía Aplicada de la Universidad John Hopkins, solo fueron objeto de burlas por parte de Nayib Bukele. Sin embargo, la crítica de fondo a su vigorosa apuesta por la moneda digital era correcta: ¿qué sentido tiene que un Gobierno, con dinero público, invierta en un recurso que ha sido creado precisamente para borrar las intermediaciones tradicionales y de esta manera favorecer la libertad y la transparencia en los mercados financieros? En otras palabras, si los Estados se ponen a competir —con los recursos de sus contribuyentes, no se olvide— en un sistema que ha nacido para evitar las injerencias centralizadas, ¿no estaríamos delante de una incongruencia del tamaño del sol? “Es por eso”, tuiteó el profesor Hanke en julio de 2022, “que el presidente Bukele entró hace tiempo en mi Enciclopedia de la Estupidez Económica”.

“Es por eso”, tuiteó el profesor Hanke en julio de 2022, “que el presidente Bukele entró hace tiempo en mi Enciclopedia de la Estupidez Económica”

Y pasó lo que pasó. El inminente barco de la prosperidad que el Gobierno salvadoreño quiso vender a sus seguidores no atracó jamás en las costas del Pacífico. El bitcoin estuvo lejos, muy lejos, de convertirse en la infalible panacea anunciada con tanta soberbia. Por el contrario, la economía de El Salvador decreció a tales urgencias que el Fondo Monetario Internacional consiguió que, a cambio de un préstamo de 1.400 millones de dólares, los obedientes diputados de Bukele retiraran por fin la contradictoria obligatoriedad que pesaba sobre los agentes económicos para aceptar pagos en moneda digital. De esta forma discreta, recién la semana pasada, el oficialismo ha reconocido así su estrepitoso fracaso.

Las lecciones de este experimento saltan a la vista. Los procedimientos y las formas, como siempre, incluso para los simpatizantes de cualquier demagogo, son importantes, y lo son todavía más si el impacto de lo que decide un líder amenaza los bolsillos de sus adeptos, por fanáticos que sean. Cualquier cuento podrán tragarse los ciudadanos, menos el de una imposición política disfrazada como “beneficio económico”, pues si el beneficio fuera real, la imposición sería innecesaria.

El problema de fondo, por supuesto, no son las criptomonedas o cualquier avance tecnológico que facilite las transacciones entre personas. El problema es el abuso de poder, el secretismo, los fraudes de ley que se ejecutan para cumplir los caprichos de una persona, la implantación inconsulta de medidas económicas para las que no existen avisos ni la debida preparación, y ni hablar de la debida transparencia. Queda demostrado, pues, que ninguna popularidad —verdadera o inventada— consigue todavía arrancar de las personas el sentido común.

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