Galimatías
Naufragios
La historia de una familia, e incluso la de un país, se puede contar a través de unas pocas fotografías
Salamanca/Abro el paquete con las fotos y papeles que traje de mi país y las organizo sobre la mesita de la sala. De fondo pongo el mapa de Cuba que Humboldt hizo en 1827, aunque este papel quebradizo será de 1930. Encima, vigilante, una foto mía con cuatro o cinco años, activando una cámara Zenit cuyo clic oigo a través del tiempo, sin esfuerzo. Estoy en casa de mi abuela. Visto una chaqueta que me gustaba mucho y un pulóver. Menos el adorno de bambú, detrás de mí, todo está desenfocado. Como si jugara al solitario, empiezo a colocar los demás cartones.
Una foto de mi abuelo M. con treinta y tantos años. Viste de traje y corbata. Tengo sus cejas y su mandíbula. Su cara es un poco asimétrica, como la mía. El cartón fue mordido por el comején. En la imagen siguiente, sonríe junto a dos mujeres. Una es mi abuela C., cuya sonrisa es más bien una mueca. A juzgar por los tablones y el piso, están en mi antigua casa, que para ellos es muy nueva y de recién casados. Hay otras personas en segundo plano: un niño demasiado alto, que ríe, y sobre su cabeza una mano que no parece pertenecer a nadie; unos dedos, también sin dueño, sostienen un cigarro. Ahí mi abuelo va vestido con una chaqueta que me probé una vez y que está guardada en un remoto escaparate, resistiéndose a ser basura. Creo que todos son felices o fingen serlo con alto nivel de realismo. En el anverso, una cruz y el número tres.
Mi bisabuelo J. sostiene a mi padre en sus brazos. Blanco y negro. Están en el mismo pasillo de la foto anterior, casi llegando a la saleta de la casa, como si ese vacío en la estructura fuera el espacio ideal para las fotografías. El viejo tiene facciones recias que yo heredaré. Cinto y camisa blanca. Sonríe, no obstante. Tiene espejuelos. En el anverso, el número 68.
Cuando Cuba reía. Las vacas gordas antes de sumergirse en la prángana, esa palabra que suena como un golpe en la cabeza
El portal de la casa. Mi abuelo M., en segundo plano, sostiene –creo– su bicicleta americana. Mi abuela C., con la cara amarga de su vejez que apenas recuerdo, la cara amarrada, como se solía decir, se acoda sobre la baranda. Reja, persiana de plástico azul, la puerta separada del umbral por un ganchito. En el anverso, el número cuatro y una fecha: 28 de agosto de 1987. Cuando Cuba reía. Las vacas gordas antes de sumergirse en la prángana, esa palabra que suena como un golpe en la cabeza antes de que los ladrones se lo lleven todo.
Empieza la línea materna. Mi tatarabuelo, cuyo nombre desconozco, arrugado, patriarcal, camisa blanca, mira hacia los márgenes de la foto como si estuviera muy cansado. O quizás interpreto mal la postura y está jugando dominó. La figura está impresa sobre un delgado papel cuyo anverso está escrito a lápiz: Para M. M. su hija, mi bisabuela. No tengo más fotos del viejo, ningún otro testimonio de su paso por la tierra, y esa escritura a mano me conmueve.
Una nota, escrita el 3 de junio de 1944: ¡Cásate y sabrás lo que son flores! Es una felicitación de bodas a mi bisabuela escrita por su hermano, JF. Tres días después, miles de soldados aliados cruzaron el canal de la Mancha y desembarcaron en Normandía. Me pregunto si Rommel o Montgomery o Churchill eran tema de conversación en la mesa familiar, o si alguno de mis parientes se planteó –como lo hicieron muchos cubanos– ir a luchar a Europa contra Hitler, como ahora lo hacen por Putin.
Tres días después, miles de soldados aliados cruzaron el canal de la Mancha y desembarcaron en Normandía
Mi abuelo P. ríe descaradamente, sube el pie sobre una mesa, lleva gafas. Pose rock and roll. El fondo, más que humilde, es destartalado. Es una casa pobre aunque él vista camisa, jersey, reloj y medias claras. En la foto siguiente hay un cambio drástico: lo agarró el servicio militar, calculo que alrededor de 1965. Sé que lo llevaron a Pinar del Río y que allí se hizo amigo de Silvio Rodríguez. Está frente al Capitolio, mira a la cámara inspirando seriedad, con la mano en la cintura y el lomo rígido.
Ahora está pelando a un hombre. P. compartió con su padre el nombre y la profesión. Taburetes y lavabos. Un curioso observa –sería mejor decir que inspecciona– el trabajo. Quizá es el próximo cliente. La foto, no sé por qué, refleja cierta ternura. Está tomada desde una esquina, como si el fotógrafo no quisiera ser visto. ¿Mi bisabuelo era el hombre que sostenía la cámara?
Mi abuelo P. y mi abuela I., recién casados. El vestido de ella es, evidentemente, hecho en casa. Él tiene un pantalón gastado. Están en mi pueblo. El número 830 en el anverso. Vuelven a aparecer en otra imagen, tomada en La Habana, la misma camisa, el mismo vestido, chinos los ojos por el sol. Están a finales de los 60 y la ciudad ya se ve destartalada. Balcones y trapos, un carro maltratado. No me atrevo a llamar a mi abuela para preguntarle la fecha.
Un gran árbol de navidad y, a sus pies, mi abuelo. Será el año 1951 o 1952. Ambiente de fiesta y abundancia, aunque es un hogar modesto –un bombillo colgado de cualquier modo lo delata–. La mirada del niño es de un brillo maravilloso. Su cara, muy parecida a la de mi prima. Cuarenta años después, la mirada no se habrá perdido, pero el rostro a su alrededor, pelos saliendo de las orejas, el traje mal cortado, son atributos de un borracho. No tenía mérito ni descrédito serlo entonces, cuando la gente se percató por primera vez del calibre de lo perdido. Detrás de la foto hay un manchón ámbar que coincide con la silueta de mi abuelo. Es su doble, su fantasma.
No tenía mérito ni descrédito ser un borracho entonces, cuando la gente se percató por primera vez del calibre de lo perdido
Tengo muchas otras fotos que no tienen que ver con mi familia, al menos no directamente, pero que traje conmigo. Es lo que me gusta llamar la saga/fuga de los Álvarez. No tengo idea del vínculo de los Álvarez con mi familia, pero dejaron imágenes entrañables. El padre, de uniforme militar, bigote de punta fina, botas y fusta, era el jefe de la Policía en mi pueblo. Un equipo de pelota auspiciado por los tabacos José L. Piedra, cuya vitola actual fumé en la terraza de Finca Vigía. El parque mirado en 1925, en dirección a mi antigua casa, con apenas unos arbustos –que hoy son árboles de varias décadas–. El Royal Bank of Canada, toldos, un guardia rural. La parroquia, una alameda. Una foto muy elegante de Joaquín Álvarez, el último de la saga, de traje –lo he visto abordando una avioneta, haciendo acrobacias sobre un caballo y despidiéndose en un tren–, manos a la espalda y bien peinado. Al dorso, una dedicatoria: Para mi inolvidable Mariita, en pruebas de amor y de cariño de su J. Agosto de 1924. He imaginado muchas veces a esa muchacha desconocida. Han pasado cien años. No sé por qué nunca recibió esta foto, que ahora es mía.