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Gatillo ‘alegre’

Vista del Río Miami y el centro financiero, comercial y de gobierno, captados desde donde empieza la Pequeña Habana. Bajo esos puentes acamparon y fueron procesados y distribuidos miles de integrantes del éxodo de Mariel. (Cortesía)
Pedro Rodríguez Gutiérrez

13 de septiembre 2016 - 12:51

Miami/Encanta cruzar sobre el Río Miami desde y hacia La Pequeña Habana. La vista es estupenda. Estremecen, cada vez que se pasa bajo los puentes, la vibra positiva y negativa impregnada por 30.000 cubanos de todas las edades y credos, angustiados, exhaustos, que acamparon bajo este cruce de caminos y fueron procesados y resucitados. La avalancha del Mariel dejó en este punto la abominable ternura del que huye. Abominable por la causa de la huida. Uno se eriza por los que sobrevivieron y los que yacen en cualquier parte, parte mía y suya como nación, no lo olvide.

Fueron tiempos temibles en Miami. Cuentan que en cualquier semáforo se enzarzaban a tiros los contendientes. Cubanos queriendo arrebatar el mando y los negocios a los narcotraficantes, que de matar y mandar a matar sabían hace rato. Se hizo mucho dinero. Hay muchas residencias en las afueras de La Pequeña Habana que podrían haberse adquirido con fortunas de aquella época. Todavía hay dinero en sacos, me aseguró un viejo medio mentiroso, que no se puede usar porque no hay como comprobar su origen.

Todo aquello acabó: un ejército de policías, agentes encubiertos y Testigos de Jehová inundaron el condado de Miami y sus ciudades, y el gatillo alegre cambió de mano. Al que corre y le ordenan que pare y no obedece, le disparan una vez por cada orden. Lo he visto: tres tiros por la espalda a un joven cubano que quiso escapar de un altercado. "Me mataste policía", dijo desangrándose en Flagler y la 15ª Avenida. "No estás muerto, siéntate ahí". El amor profundo por esta ciudad no me ciega, Miami no es juego.

La estación de policía radica en la 22ª Avenida y Flagler. Dentro, en un ambiente sobrecogedor, mira uno sobre la pared un revolver retorcido, hecho un nudo el cañón. A su lado, las fotos de los agentes caídos on duty. Mis respetos.

La orilla del río me recuerda la desembocadura de Cojímar y sus botes, nada envidiables, siempre en el mismo lugar o yendo por la madrugada mar afuera. En el lado occidental había un car wash, donde además acondicionaban autos para la subasta (en ese sitio el hijo de Vivencio halló trabajo y aprendió a hacer tinte windows, a instalar accesorios de autos, de lo cual vivió varios años). Ese negocio desapareció, y ahí empezó el avance de los rascacielos sobre La Pequeña Habana.

Estremecen la vibra positiva y negativa impregnada por 30.000 cubanos de todas las edades y credos, angustiados, exhaustos, que acamparon bajo este cruce de caminos y fueron procesados y resucitados

El intento de imitar a La Habana, algo cuasi imposible, aquí yace. Todo mundo dice que Cartagena se parece a La Habana; el viejo San Juan de Puerto Rico se parece, es verdad, pero nadie dice que es igualita a La Habana. Ella es única, irrepetible. Desmoronándose y todo, no hay otra. Alguna vez (yo no lo veré pero ustedes sí) volverán a ser alegres hermanas, abrazadas, Miami con su Pequeña Habana y La Habana de verdad. Habrá jolgorio y estaré brindando allá arriba o abajo, con ustedes.

—Algunos detalles se parecen a La Habana. Otros lugares sólo tienen nombres cubanos, el vocerío de la gente, el acento y las miradas. El cubano mira de frente—, dijo La China, hija corazón de Vivencio.

Una ciudad hermosa, plena de luz, de cubaneo, tejas, gente a cualquier hora en las calles, a pie, en bicicletas y automóviles de todos los años, muchas personas (muchas menos en la noche). Gente solidarias, aquí les llaman caritativas, continuaron la ayuda de todo lo que podían o les sobraba, de muchas partes. Colchones, camas, ropa, muebles. Un amigo ofreció un auto, que en su tiempo operaba la policía, pero con la transmisión rota, y Vivencio agradeció de corazón la oferta, pero no.

Se fueron a buscar un "calzo" de arroz blanco, frijoles negros y picadillo por dos dólares en la Ocho Calle y la 12ª Avenida del South West, mientras respiraban profundo, 72 horas después de llegar en guagua a Miami, tras haber cruzado el Río Bravo sobre dos grandes neumáticos empujados por jóvenes polleros. Mientras caminaban con sus cajitas de regreso, La China comentó:

La orilla del río me recuerda la desembocadura de Cojímar y sus botes

—Pareciera que hay pobreza en la Pequeña Habana pero los supermercados se llenan cuando la gente recibe ayuda del Social Security. Una empleada de cocina en un restaurante tiene un celular de última generación... Las mismas personas viajan, llevan regalos... ¿Qué pobreza es esta?

—Las tarjetas, China, las tarjetas [food stamps y de crédito]—, recordó Vivencio.

Rentaron apartamento en la calle dos, detrás del teatro Manuel Artime, donde las patrullas de la policía abundaban a toda hora. Y ya ejerciendo la libertad de vivir donde uno quiera, sin problemas, empezaron de inmediato a buscar trabajo.

—Pero tiene que ser por la izquierda, hasta que tengan papeles— aconsejó un paisano. ¿Por la izquierda en los Estados Unidos? Les explicaron de qué se trataba, pero Vivencio quedó confundido de que trabajar ilegalmente estuviera asociado con la zurda.

—Esto aquí es comunismo con comida, compadre—. Esa muletilla la escucharía Vivencio muchas veces, con el tiempo, entre otras irreverencias y madrazos que nos damos los latinos en el Imperio.

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