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Naufragios

Melones ha demostrado lo crueles que saben ser los cubanos cuando se trata de elegir entre los vivos y los muertos

El servicio militar en Cuba desarrolla habilidades sin igual, como afeitarse en seco y equiparar obediencia con supervivencia.
El servicio militar en Cuba desarrolla habilidades sin igual, como afeitarse en seco y equiparar obediencia con supervivencia. / Vanguardia
Xavier Carbonell

26 de enero 2025 - 13:46

Salamanca/También en política uno puede (¿debe?) ser frívolo. Durante muchos años me resistí a vestirme con camisas verde olivo. Mi situación era particularmente dramática, pues todo el mundo –desde mis abuelos hasta los parientes en la Yuma– insistía en regalarme mudas de ropa con diversas tonalidades de verde, desde verde incandescente hasta verde moco. Verde me querían, verde, como el verde cliché de Lorca. Mi negativa tenía una explicación sencilla, y un poco de sensibilidad familiar hubiera bastado para adivinarla: ¿quién, que haya pasado por los barracones del Ejército cubano, soporta ese color?

El servicio militar de mi país desarrolla habilidades sin igual, como bañarse con un pomo de agua de 500 mililitros, afeitarse en seco y equiparar obediencia con supervivencia. Vestir las inolvidables camisas del Ejército, cambiadas solo una vez por semana a pesar del calor del trópico, también exigía pericia. Se mete el brazo izquierdo en la manga, luego el derecho; se abotona hasta el cuello; uno aletea, hace cuclillas, estira vigorosamente los brazos, a ver si puede escapar de la costra semicircular del sobaco.

El teniente tiene su solitaria palomita sobre el hombro y el mayor una estrella; el grado del recluta es esa medialuna maloliente

El teniente tiene su solitaria palomita sobre el hombro y el mayor una estrella; el grado del recluta es esa medialuna maloliente, más oscura que el resto de la tela, más asquerosa aún si uno toma conciencia de que otros han vestido la misma camisa acartonada, que marcha sola, uno, dos, uno, dos, en la plaza de la Escuela de la Defensa.

Supongo que en estos días a cualquier varón cubano –y alguna que otra mujer que penetre voluntariamente en la boca del lobo– las noticias de la explosión en Melones le habrán recordado su servicio militar. Solo por una equivocación metafísica no fuimos nosotros, en otro tiempo, en otra provincia pero con la misma ropa, sino esos 13, número siempre cabrón para los supersticiosos.

Melones ha demostrado lo crueles que sabemos ser los cubanos –los humanos– cuando se trata de elegir entre los vivos y los muertos. Nos ha importado más el mesiánico Donald Trump, que arrebata a millones de cubanos aunque ha dejado bien claro lo que significan para él los migrantes: gusanos, delincuentes y parias, igual que para Castro. Nos ha importado más el parole, el CBP One, el miedo creíble, el asilo, la Casa Blanca, la pamela de Melania, el té con los Biden. Nos han importado más los 553, y cómo no nos iban a importar, si –al menos los presos políticos– no tenían que haber estado un solo día tras las rejas. La vida pesa más.

¿Pero a quién le importan los “héroes”, los “combatientes”, los que “murieron cumpliendo su deber”, los dulces guerreros cubanos?

¿Pero a quién le importan los “héroes”, los “combatientes”, los que “murieron cumpliendo su deber”, los dulces guerreros cubanos? El régimen sabe bien lo que hace y lo que dice: el trabajo de un soldado es morir por la Revolución. No es lo mismo decir que murieron nueve niños –eran niños: miren sus redes sociales–, porque los niños tienen familia; los soldados no. No es lo mismo pronunciar un nombre que enumerar a cuatro oficiales, con sus grados. Hemos aprendido que cuando un hombre muere vistiendo la apestosa camisa verde olivo, su vida es más leve. Una baja más en la gran lucha contra un enemigo imaginario –Revolución es ficción–: no muere un hombre, muere una cifra.

Ahora veo las fotos del Bastión Estudiantil en toda Cuba, a Díaz-Canel sonriendo mientras el tonto de turno desarma un Kaláshnikov, a una multitud de universitarios tirándole fotos –¡en Holguín, el día después del homenaje fúnebre a los 13 de Melones!– a una comecandela que maneja una ametralladora, con pose de Power Ranger. Aquí, en lugar de la vida, lo que pesa más es el desparpajo moral del cubano. ¿Nadie se siente culpable por Melones? ¿Ni por los Supertanqueros? ¿Ni por Angola y tantas guerras ajenas?

Demasiada sangre mancha las maltratadas camisas del Ejército. Sangre derramada por error o por mala suerte

Demasiada sangre mancha las maltratadas camisas del Ejército. Sangre derramada por error o por mala suerte, por orden de un imbécil –ya sabemos que las Fuerzas Armadas los colecciona–, o para complacer al draculíneo Comandante. Esa sangre mancha las manos de Díaz-Canel y de cada alto funcionario, de los diputados del Parlamento, que no han tenido el coraje de plantear un debate sobre el servicio, y de todo el escalafón militar cubano, desde Álvaro López Miera a los cientos de sargentos borrachos de cada municipio.

Yo no me despediré de los muchachos de Melones con un saludo marcial ni con parafernalia mortuoria. Les diré adiós como el otaku, el futuro chef, el aficionado al fútbol, el que tenía una novia que lo esperaba, un amigo con el que mataperreó, unos padres. Hace más de diez años, cuando yo me les parecía y usaba su misma camisa, cantábamos canciones en inglés en aquella tenebrosa plaza de la Escuela de la Defensa de Santa Clara.

Era la “música del pre”, Evanescence, Gotye, Nickelback, Gorillaz, AC/DC, Aerosmith y sobre todo Green Day, que ahora pongo para recordar. Para recordarlos. “I walk this empty Street / On the Boulevard of Broken Dreams / Where the city sleeps / And I’m the only one, and I walk alone”.

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