Grietas en el liderazgo moral y político de la Casa Blanca

La bravuconada arancelaria de Donald Trump era un soberano disparate desde el principio

El presidente estadounidense, Donald Trump, antes de su discurso en el Congreso, este martes.
El presidente estadounidense, Donald Trump, ha tenido que recular ante la venta masiva de bonos estadounidenses / EFE/Win McNamee/Pool
Federico Hernández Aguilar

14 de abril 2025 - 06:43

San Salvador/Como toda secta, el trumpismo es impermeable a la evidencia. Del mismo modo que los comunistas nostálgicos se esfuerzan penosamente en adaptar los dogmas marxistas a la tozuda realidad —algo parecido a buscar la cuadratura del círculo—, así los fanáticos seguidores del presidente de EE UU tratan hoy de urdir explicaciones sobre por qué su adorado líder acabó por dar un frenazo en seco a la ejecución de la más irracional escalada arancelaria de la historia. Entonces, en lugar de admitir las debilidades de Trump, ahora resulta que esta marcha atrás viene a ser parte de una brillante estrategia económica destinada al éxito desde la eternidad.

Claro, cuando el “análisis político” se reduce a mantener la fe en un individuo, la sensatez y la lógica saltan por la ventana. En ese terreno cenagoso no valen los hechos ni las consecuencias naturales de las acciones, ni siquiera la experiencia histórica; lo único que cuenta es hallar justificaciones para conductas absolutamente injustificables.

La bravuconada arancelaria de Donald Trump era un soberano disparate desde el principio; tanto así, que para darle un toque de respetabilidad tuvo que disfrazarla de “justicia económica”, “equilibrios comerciales” y otros eufemismos indigestos. Pero ningún análisis económico serio respaldaba esas tesis. Los pésimos argumentos del llamado “Día de la Liberación” hacían aguas por todas partes. Y luego, como era previsible, vinieron las caídas bursátiles sostenidas, la cotización bajista del dólar y las primeras críticas abiertas desde los allegados al bando republicano.

Como era previsible, vinieron las caídas bursátiles sostenidas, la cotización bajista del dólar y las primeras críticas abiertas desde los allegados al bando republicano

Bill Ackman, un exitoso empresario de fondos de cobertura que apoyó a Trump en la pasada carrera presidencial, mostró su desacuerdo con él afirmando que estaba “destruyendo la confianza en nuestro país como socio comercial”, haciendo notar lo inoportuno que era “imponer aranceles masivos y desproporcionados a nuestros amigos y enemigos por igual, y lanzar así una guerra económica global contra todo el mundo a la vez”. Imposible ser más claro y menos borreguil.

Sin embargo, hasta la víspera del 9 de abril, el mandatario norteamericano se mantenía firme en la grupa. El billón de dólares en pérdidas registrado por la bolsa no parecía despeinarle. Desde su muy pugilística forma de entender el comercio internacional, aseguró que la vigencia de los nuevos aranceles era “la única oportunidad que tendrá nuestro país de volver a poner las cosas en su sitio. Porque ningún otro presidente estaría dispuesto a hacer lo que yo estoy haciendo (…) Pero no me importa pasar por ello, porque veo una hermosa imagen al final”. 

Para graficar su sublime visión, el propio Trump recurrió a una vulgar expresión en inglés, mezcla de vanidad y prepotencia, durante una cena benéfica con congresistas de su partido: “Les digo que estos países nos están llamando, besándome el trasero. Se mueren por hacer un trato: Por favor, por favor, hagamos un trato, haré lo que sea, haré lo que sea, señor...”. Así de seguro se hallaba el presidente a pocas horas de anunciar su paso atrás. El 4 de abril, apenas cinco días antes, se había ufanado lanzando a los inversores una frase tajante: “Mis políticas nunca cambiarán”.

Pero cambiaron. ¿Y qué las hizo cambiar? La venta masiva de títulos del Tesoro americano, por supuesto. Estos bonos, tan apetecidos en tiempos de inestabilidad, de pronto dejaron de ser una garantía de refugio para miles de inversionistas alrededor del mundo, que se desprendían de ellos en previsión al desastre económico que se avecinaba y a la falta de seguridad en Estados Unidos para liderar tan peligrosa coyuntura. 

La advertencia de Bill Ackman, de la noche a la mañana, cobraba dramático vigor en proporción inversa al desplome de los precios de bonos. “Los negocios son un juego de confianza”, había sentenciado. “El presidente está perdiendo la confianza de los líderes empresariales de todo el mundo. Las consecuencias para nuestro país y los millones de nuestros ciudadanos que han apoyado al presidente (en particular los consumidores de bajos ingresos que ya sufren una enorme presión económica) serán gravemente negativas. Nosotros no votamos por esto”.

“El presidente está perdiendo la confianza de los líderes empresariales de todo el mundo. Las consecuencias para nuestro país y los millones de nuestros ciudadanos que han apoyado al presidente serán gravemente negativas. Nosotros no votamos por esto”

Ninguna de estas consecuencias, por cierto, era imprevisible. Trump y su equipo conocían los riesgos y prefirieron burlarse de ellos, sometiendo el mercado global a una ansiedad innecesaria. Las razones, se ha dicho en esta columna, parecen demandar más interpretaciones psicológicas que políticas o financieras. Los peores efectos, sin embargo, son reales y han llegado para quedarse: ahora el planeta entero alberga severas dudas sobre la solidez moral y la responsabilidad histórica del liderazgo estadounidense. Hoy, repentinamente, el voluntarismo imprudente de un solo hombre se ha convertido en una amenaza internacional de insospechados alcances. Ningún mandatario había conseguido, con tanto ahínco y precisión, que la mala reputación de EE UU se globalizara así.

En estos días, Washington está negociando aranceles con mayor vulnerabilidad de la que exhibía antes del “Día de la Liberación”. Por ese lado ha perdido más de lo que ha ganado. Y si bien todavía cuenta con la ventaja necesaria para poner de rodillas a Europa —cuyos líderes políticos suelen enfrentar mal cualquier pulso de credibilidad—, Trump debe tener presente que China es, por cierto, una dictadura. Este “detalle” es importante a la hora de elegir antagonista para avanzar juntos a una recesión, porque toda crisis económica golpea a los Gobiernos de turno en las democracias funcionales, mientras que los sistemas totalitarios aguantan la presión con esa resiliencia particular que les otorga la mano dura. Tampoco por ese lado, el de someter a prueba la paciencia ciudadana, el presidente de Estados Unidos debería aventurarse. Perderá también.

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