Hija de soldado
Para Dulce María Loynaz, la escritura fue siempre un refugio para los "perseguidos y extraviados" por la Historia
Salamanca/Releo a Dulce María Loynaz, escucho grabaciones de su voz, me sumerjo en su mundo. La veo bajar hasta la sala de su casa en un ascensor de hierro. Se abre la reja, sale abanicándose y pasea entre las butacas y esculturas amarillentas. Recita lo que podría ser un monólogo de la tragedia antigua: "Yo vivo sola, no tengo hijos. Perdí a mi esposo, perdí a mis hermanos. No le tengo miedo a nada –¡imagínese!–: yo soy la hija de un soldado. Las hijas de los soldados no tienen miedo ni deben tenerlo".
Su vida, que abarcó todo un siglo, la llevó de La Habana a Ankara, y luego a Damasco, Trípoli, El Cairo, Nueva York, México, Salamanca y su entrañable Tenerife. Debe de haber sido extraño, para una mujer como ella, anclarse luego a una ciudad y a una casa. Tiene que haber sentido que sólo su presencia, su autoridad –la que le daban sus muertos y sus libros–, le ponía freno al asedio.
¿Cómo sobrevivió tantos años? ¿Qué comía, quién la atendía o le cortaba el pelo? ¿Qué aliados le quedaban? ¿La vigilaron, la delataron, cometieron robos para asustarla? ¿Qué pesadillas podían espantar a una mujer así? ¿Cómo toleró el rigor de ser vieja en Cuba? Ella, sin embargo, permaneció siempre más allá de la vulgaridad y las preguntas.
Lisandro Otero tiene que haber tiritado de envidia cuando, años más tarde, Guillermo Cabrera Infante obtuvo el Premio Cervantes
La dignidad de Dulce María llega a un punto difícil de superar en la ceremonia de aceptación del Premio Cervantes, en 1992. Ya no tiene fuerzas para hablar. Su discurso lo lee Lisandro Otero, acartonado como el muñeco de un ventrílocuo. (Otero, el comisario con ínfulas de escritor, "pastiche de Carpentier y Durrell" –decía Padilla– que nunca hubiera llegado al paraninfo de la Universidad de Alcalá por mérito propio, tiene que haber tiritado de envidia cuando, años más tarde, Guillermo Cabrera Infante obtuvo el mismo premio.)
Milagrosamente, las palabras de Dulce María no se desfiguran en boca ajena. Habla de Cervantes y de su "libro inmortal", y se permite, frente a los Reyes de España, una anécdota sobre la Guerra de Independencia. En 1895, su padre, Enrique Loynaz del Castillo, participaba en una expedición por la Ciénaga de Zapata. Rompiendo manigua, encuentra a un durmiente: es un soldado español rezagado, que descansa su cabeza sobre un ejemplar de Don Quijote.
En un episodio digno de Soldados de Salamina, el hombre logra escapar, pero deja tras de sí el libro y un estuche de cuero –"con rica joya"–. Loynaz entrega el botín y se queda con el libro, que comienza a leer bajo un árbol, para evadirse de la ciénaga. Al cabo de un rato, la tropa escucha sus carcajadas. "Siga riendo", dicen sus compañeros y le ruegan que continúe en voz alta, porque había encontrado "una forma de escapar del infierno".
"No es difícil llorar en soledad. En cambio, es casi imposible reír solo", termina diciendo, en la voz del otro, la anciana. Las caras inquietas del paraninfo esperaron, seguramente, una palabra de censura contra el régimen de Castro, una arenga, un parlamento final y batallador. Sin embargo, Dulce María alude a la escritura como salvación para los "perseguidos y extraviados" como Cervantes, como el capitán Loynaz, como ella misma. ¿Había que decir algo más?
Carpentier asegura que los hermanos Loynaz habían invertido la jornada. Se despabilaban a las cinco de la tarde y, como si emergieran de ataúdes, vivían nocturnamente
Dulce María vuelve por última vez a La Habana. Le cuenta a alguien que viene a verla lo mucho que le gustan los animales. Perros y pájaros, aunque a estos últimos su padre nunca consintió que los encerraran en una jaula. Porque en su casa, dice, hubo siempre una gran pasión por la libertad. Y qué casa. Carpentier asegura que los hermanos Loynaz habían invertido la jornada. Se despabilaban a las cinco de la tarde y, como si emergieran de ataúdes, vivían nocturnamente. Es sabido que todos fueron poetas y gente memoriosa.
La casa fue el otro avatar de Dulce María. En su treno por los "últimos días" de la mansión –escrito, como profecía, en 1958– extraña "aquella efervescencia de la vida". En una de sus entrevistas finales le tiembla la voz: "Yo he sufrido mucho en mi vida por ver el estado lastimoso que esta casa nuestra ha llegado a tener en los últimos años. Pero no pude hacer nada por salvarla. Así que lo único que espero y deseo es que acabe de derrumbarse".
La mejor cualidad de la mujer es el misterio. Dulce María siempre lo respetó. La relee uno con gusto, pero nada impresiona más que su eticidad. A su alrededor pululan –hoy como ayer– los escritores políticos, satíricos, militantes, espías, sectarios, amanerados, disidentes, exiliados, indiferentes, mediocres, brillantes, ramplones y oportunistas. Algún soplón viene y la provoca con una pregunta. Ella no se inmuta: "¿La Habana de hoy? Es mejor que no hable de ella. Excúseme". Y se levanta a contemplar sus abanicos.
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