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Ese hombre que es Cuba

José Martí estaba arrastrado por un ímpetu que lo precipitaba hacia la muerte

Óleo de Esteban Valderrama, cuyo original fue destruido, representando la muerte de José Martí. (14ymedio)
Vicente Echerri

21 de mayo 2014 - 13:21

Nueva York/Mientras escribo, puedo ver, sobre el dintel de la puerta de mi estudio, un pequeño cuadro que funciona como una minúscula vitrina, en el cual se incluye una reproducción del óleo de Esteban Valderrama que aspira a captar el momento de la caída de José Martí y una cápsula con un poco de tierra de Dos Ríos, recogida en el lugar por el erudito martiano Luis García Pascual el día del centenario de la muerte de nuestro héroe nacional. Carlos Ripoll, que recibió la tierra enviada por García Pascual, fue responsable de preparar estos cuadros para algunos de sus amigos.

Valderrama representa a Martí con su inconfundible traje negro, sobre un caballo blanco y llevándose la mano al pecho en el momento de ser abatido por la infantería española. Las crónicas describen una imagen todavía más excéntrica: un hombre de americana negra ciertamente, con un sombrero negro también y empuñando un revólver del que no llega a salir ninguna bala. El hombre, casi como único blanco en el campo visual, se abalanza sobre un enemigo atrincherado detrás de una cerca de piedra y de algunos árboles. La figura vestida y tocada de negro (aunque el pantalón sea claro, según relatan las actas del suceso) sobre un caballo blanco constituye una diana perfecta para los fusiles enemigos.

No hay manera de esquivar la certeza —o al menos la duda— de que Martí corrió deliberadamente al encuentro de la muerte esa tarde del 19 de mayo de 1895. La idea del suicidio, en el hombre que acababa de iniciar la empresa libertadora de su pueblo, repugna a la moral patriótica. Casi nadie se ha atrevido a proponer esta tesis que puede traducirse como herejía. Nuestra cultura asocia el suicidio con los cobardes y los evasores, y a Martí no pueden achacársele estos defectos del carácter. Sin embargo, ¿cómo explicar que un hombre sin experiencia alguna de guerra, que además es factor esencial de la promoción de su causa —y lo sabe—, se lance al galope prácticamente solo contra un escuadrón de fusileros? No creo que sea temerario afirmar que ese hombre quería morir o, en todo caso, estaba arrastrado por un ímpetu que lo precipitaba hacia la muerte.

Es el mismo ímpetu, tal vez, que lleva a Jesús a Jerusalén, a una celebración de la Pascua que incluye su suplicio. Jesús anuncia su muerte y, si nos atenemos al testimonio de los evangelios, lejos de evadirla, la provoca: entra en la ciudad ostentosamente, desafía a la clase sacerdotal, vuelca la mesa de los cambistas, profetiza la destrucción del Templo… Podría haber huido la noche misma de su arresto, pero persiste en quedarse a sabiendas de que le espera la crucifixión. Es de creer que Martí hizo una cita impostergable con la muerte, como si a ella lo empujara un sentimiento de consumación, de obra que ha culminado —aunque aún diste de su cumplimiento—, y que se expresa en esa frase rotunda de la carta a Federico Henríquez y Carvajal: “para mí ya es hora”.

Ni el actual régimen totalitario ha podido prescindir de Martí y ha optado por manipularlo, con resultados casi siempre grotescos

Al igual que cualquier otro ser humano que haya dejado de existir, Martí ya es irrecuperable. Los estudiosos y biógrafos del hombre que define y sustenta nuestra precaria identidad nacional se han empeñado, por más de cien años, en desentrañar algunas incógnitas que presenta siempre una personalidad compleja, por diáfana que pueda haber sido, y que en el caso de Martí está prolijamente expuesta en una inmensa papelería que dejó en el momento de su muerte.

Aunque atraído por los más diversos intereses intelectuales, a los que cohesionaba una vocación humanística, en Martí se va acentuando, como síndrome de la idée fixe, el proyecto de la independencia de Cuba, hasta el punto en que vida y proyecto, nación y persona, se funden en una sola entidad sin lindes discernibles, fusión que se consuma, como una suerte de trágica metáfora, en Boca de Dos Ríos.

Me atrevo a proponer que la caída de Martí hay que verla y entenderla como un deliberado acto de inmolación —aunque no haya sido totalmente consciente— en que el hombre público, el poeta, el líder revolucionario convergen puntualmente en un momento y lugar que es, a un tiempo, de entrega y de realización supremas, a partir del cual el sujeto y el objeto de una misma existencia se hacen indistinguibles.

Desde ese momento constelar, y a semejanza del mito chino del dios de la porcelana —el ceramista que se lanza al horno para fundirse con su obra e imprimirle una textura humana—, no hay manera de separar a Cuba de Martí, ni a la historia del país del ideario de su máximo héroe. Y en esto consiste el triunfo del hombre y el encadenamiento —a veces agónico— de la nación con el alma de su fundador.

Lo cubano se define por las pautas que él nos trazara y éstas casi siempre van a estar muy por encima de la ejecutoria de ciudadanos y gobiernos, pero durante más de un siglo él ha sido un referente imprescindible. Ni siquiera el actual régimen totalitario —abominación política que está en las antípodas del pensamiento martiano— ha podido prescindir de Martí y, no pudiendo excluirlo, ha optado por manipularlo, con resultados casi siempre grotescos. La palabra y la vida de Martí nos salvan y nos condenan, porque él es Cuba, desde aquel día, glorioso y trágico, de su voluntaria inmolación.

Vicente Echerri es un escritor cubano que vive en Estados Unidos.

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