Horóscopos, divorcios y bikinis

Las revistas del corazón eran, para las madres cubanas, enciclopedias de una vida imposible

La icónica portada de año nuevo de 'Vogue' en 1974, del fotógrafo David Bailey, con la actriz Anjelica Huston y el diseñador Manolo Blahnik. (Pinterest)
La icónica portada de año nuevo de 'Vogue' en 1974, del fotógrafo David Bailey, con la actriz Anjelica Huston y el diseñador Manolo Blahnik. (Pinterest)
Xavier Carbonell

29 de enero 2023 - 13:19

Salamanca/Tiene que haber sido a los 15 o 16 años cuando hojeé por última vez una revista del corazón. Recuerdo las portadas chispeantes, con las celebridades de los noventa –Liv Tyler, Uma Thurman o Andy García– un bikini en primera plana y titulares que hablaban siempre de la reaparición misteriosa de un actor, el secreto de una duquesa, la amante de un millonario o el penúltimo escándalo de la corona.

Ahora bajo al quiosco, serio, adulto, en busca de pan o de un suplemento literario, y cuando me las encuentro siento el latigazo de la nostalgia. La portada no trae ya a Angelina Jolie sino a Ana de Armas, cambiaron a Diana de Gales por la princesa Leonor, a Cher por Dua Lipa y a Tom Cruise por Thimothée Chalamet, lo cual, si no nos ponemos crepusculares, es casi una mejoría.

No sé cómo se las arreglaban las madres, abuelas, tías y amigas para que aquellas revistas vencieran las aduanas y la censura, y fueran cruzando fronteras hasta llegar a la Isla. Pasar el dedo por las páginas brillantes, admirar los bíceps de Brad Pitt o estar al día con la última dieta contra la hipertensión fue su modo de ser transgresoras, de mantenerse jóvenes y desafiar a los padres, maridos y abuelos con aquella sexualidad casta y de papel.

También nosotros, niños apenas, esperábamos a que nadie nos viera para recortar un anuncio de lencería o un póster a dos páginas de cualquier ninfa al servicio de Karl Lagerfeld

También nosotros, niños apenas, esperábamos a que nadie nos viera para recortar un anuncio de lencería o un póster a dos páginas de Kate Moss, Claudia Schiffer o cualquier ninfa al servicio de Karl Lagerfeld. Todos esos nombres exóticos, rostros maquillados, piernas largas y bronceadas, escotes sobrenaturales y ojos de pantera se fijaron en nuestra retina y puedo garantizar que no se irán jamás.

Pero la cosa no quedó allí. Las modelos, cantantes y actrices, los escándalos y desilusiones, eran apenas la superficie de un universo que duraba 50 folios. Cada revista del corazón era, como descubrimos más tarde –en busca de trucos, siempre fallidos, para conquistar a las primeras novias–, una pequeña enciclopedia.

Después del índice y los anuncios de Coca Cola, Victoria's Secret y Rolex –más nombres distantes e inalcanzables– se llegaba a las noticias sobre la vida sentimental de las celebrities. La crónica rosa era el reverso perfecto de la prensa política, explicaba mejor y sin cifras el panorama económico, dejaba constancia de borracheras, divorcios y rumores que luego se convertían en novelas, canciones y obras de teatro.

Satisfecho el apetito de chismes, venían los consejos dietéticos y, sólo después, el recetario. Trucos de cocina, nuevas batidoras, las diez mejores marcas de horno, cómo decorar tu patio para ser la anfitriona de un brunch (¿pero qué cosa era el brunch?). Diligentes como hormigas, los miembros de la familia se ponían al servicio de un proyecto imposible: traducir los consejos del capitalismo a la vida cuaresmal del socialismo. El pavo relleno tenía que adaptarse a una gallina tan flaca como Cindy Crawford; el vino casero se hacía pasar por un Moët & Chandon; y la oxidada rueda de la máquina de coser Singer giraba sin fatiga para obtener un corte inspirado en Valentino o Versace.

Cuando la mala fortuna apretaba, no había remedio más perentorio que el horóscopo o las profecías de aquel mariposón, Walter Mercado, que parecía ser el hijo de Elton John con Barbra Streisand

Cuando la mala fortuna apretaba, no había remedio más perentorio que el horóscopo o las profecías de aquel mariposón, Walter Mercado, que parecía ser el hijo de Elton John con Barbra Streisand. Había que escuchar a nuestras madres: "Leí que este mes nos llegaría un dinero inesperado", "cuando haya luna nueva, no te metas en asuntos de terceros", "te sentirás vital y llena de energía", "el amor llamará a tu puerta el viernes, no te refrenes".

Por último, durante las calurosas tardes del domingo, tocaba abrir la revista justo antes de los clasificados, donde estaban los cinco o diez capítulos de la novela de Corín Tellado, la ubicua e inocente pornógrafa, como decía Cabrera Infante.

Tauro o capricornio, alquimia o astrología, cerdo o conejo, aceite de girasol o de oliva, bikini o trusa, chándal o pareo; la vida era una bifurcación constante hacia objetos que nunca habíamos visto, y las revistas –la opinión autorizada de la reina Isabel o de Keanu Reeves– nos sacaban del apuro teórico.

Lo que no sabíamos era que todo aquel microcosmos dependía de un mercado rústico y secreto. Las revistas no llegaban gratuitamente a la casa. Se alquilaban por un día, se canjeaban por un racimo de plátanos o una botella de puré de tomate, se coleccionaban marcas y había numerosas exigencias para su cuidado. Muchas amigas se retiraron la palabra por no devolver en tiempo un ejemplar o por haber roto la portada. En un país austero, monótono, aquel género bastardo del periodismo era la única conexión con el otro mundo. Cualquier infracción o robo desencadenaba la guerra.

Gracias a la mala literatura nuestra infancia llegó a ser tecnicolor –como decía Nabokov– y no en blanco y negro. Por eso cada vez que veo las portadas seductoras y agresivas, como sirenas, de las revistas del corazón, me pregunto si el comején ya habrá triturado los ejemplares que dejé en mi casa.

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