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Un Huracán llamado comunismo

Una anciana sentada en frente a su hogsr espera a que vuelva la electricidad en La Habana. (14ymedio)
Carlos A. Montaner

17 de septiembre 2017 - 16:15

Miami/En medio del huracán recibí una misteriosa foto de Fidel Castro. Arriba decía: “Fidel resucitó”. Abajo del retrato se aclaraba el misterio: “Ahora se llama Irma”. El Comandante había reencarnado en un feroz ciclón.

La broma posee una base seria. Me la explicó Juan Manuel Cao, uno de los periodistas estrella de América TeVe. El comunismo y los huracanes tienen muchas cosas en común. Dejan a la sociedad que los padece sin electricidad, sin comida, sin medicinas, sin ropa, sin gasolina. El agua potable se convierte en un hilillo esquivo que se desvanece con la habilidad de Houdini. Son magos. Lo desaparecen todo. El socialismo es así.

Pero ambas catástrofes se diferencian en un detalle clave: los huracanes sólo perduran unos pocos días y las personas esperan ilusionadas el final del agua y de la ventolera. El comunismo, en cambio, dura una eternidad y, poco a poco, las esperanzas de ver el final se van esfumando. Los cubanos llevamos 58 años de penurias. Los venezolanos, aunque todavía no han llegado al mar de la felicidad, como les anunció Hugo Chávez, comenzaron el viaje hace casi 20 años. Ya están cerca de la meta. Dios los coja confesados.

El comunismo y los huracanes tienen muchas cosas en común. Dejan a la sociedad que los padece sin electricidad, sin comida, sin medicinas, sin ropa, sin gasolina

La Fundación para los Derechos Humanos de Cuba que preside Tony Costa, en un boletín escrito por el historiador Juan Antonio Blanco, agrega una denuncia contundente en respuesta a las declaraciones del dictador Raúl Castro. El general ha explicado que casi todos los recursos de que dispondrá Cuba en el último trimestre del 2017 los emplearán en rehacer la infraestructura hotelera destruida por el huracán Irma.

Las empresas, casi todas foráneas, codirigidas por los generales cubanos, tendrán prioridad. Si hay que arreglar una calle o un edificio, si hay que reparar una línea eléctrica o telefónica, no serán las de los cubanos, sino las de los extranjeros. Siempre ha sido así. Es el gobierno, sin consultar a la ciudadanía, quien decidirá cómo gastará los recursos generados por el trabajo de los cubanos.

Cuando ocurren estas catástrofes se hace más evidente aún el cruel disparate de los sistemas en los que el gobierno, dueño de todas las propiedades, de todos los recursos, y de todos los mecanismos de toma de decisión, elige la seguramente pésima suerte de sus súbditos.

En las sociedades en las que prevalece la propiedad privada, los ciudadanos protegen sus activos por medio de seguros, y si no los tienen adquieren préstamos para reparar sus casas o fincas. No esperan que el Estado les resuelva las carencias más urgentes porque saben, como solía decir Ronald Reagan, que no hay criatura más peligrosa que quien nos dice: “soy representante del gobierno y vengo a solucionarle sus problemas”.

Poco a poco el país se irá erosionando pronunciadamente, de huracán en huracán, de tormenta en tormenta, hasta transformarse en una ruina incomprensible, mientras el sistema continúe vigente

En Cuba hay miles de damnificados de ciclones que sucedieron hace seis, siete o diez años, y continúan viviendo en albergues provisionales que se están cayendo a pedazos. Con frecuencia, la ayuda que llega del exterior es luego vendida en dólares en tiendas especiales.

Recuerdo una revelación estremecedora que me hizo Jaime Ortega, muy molesto, entonces obispo, y pronto cardenal, en los años noventa, en mi casa de Madrid: cuando Alemania, ya reunificada, trató de regalar miles de toneladas de leche en polvo, siempre que las distribuyera Cáritas, sabedora por sus diplomáticos en La Habana que el gobierno vendía esas codiciadas dádivas, el indignado representante del gobierno cubano, un viceministro de Comercio Exterior llamado Raúl Taladrid, por instrucciones de Fidel Castro, pronunció una frase tremenda que debería pasar a la Historia universal de la infamia: “primero los niños cubanos tomarán agua con cenizas que leche distribuida por la Iglesia”.

Ahora le tocó el turno a “Irma”. Poco a poco el país se irá erosionando pronunciadamente, de huracán en huracán, de tormenta en tormenta, hasta transformarse en una ruina incomprensible, mientras el sistema continúe vigente. No me extraña, pues, el amargo chiste. Fidel reencarnó en “Irma”. Mañana será en “Manuel” o en “Carmen”. Hasta que Cuba sea un recuerdo borroso, o hasta que esa castigada sociedad consiga quitarse del cuello la pesada cadena y emprenda el largo camino de la reconstrucción nacional alejada de la utopía socialista.

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