Huracán sobre el marabú
Historia sin Histeria
Sartre quiso leerle la palma de la mano a un país al que no comprendía en absoluto. Y como quiromante, resultó desastroso
Madrid/En estos días sacudidos por sismos y ciclones he vuelto a visitar el libro Huracán sobre el azúcar, de Jean-Paul Sartre. Al terminar de leerlo, no pude evitar sentir algo de pena por el ganador del Nobel de Literatura. Sartre quiso leerle la palma de la mano a un país al que no comprendía en absoluto. Y como quiromante, resultó desastroso. Muchas veces, la estupidez más grande suele ser aquella que acompaña, como un blazer superpuesto sobre los hombros, a los intelectuales.
En su compendio de reportajes sobre la naciente Cuba castrista, Sartre fue víctima de la “retinosis pigmentaria” que él mismo criticaba al inicio de sus artículos. Cayó en la misma trampa que aquellos parisinos a los que describe en su ensayo París bajo la ocupación, encantados por sus propios verdugos alemanes, aceptando como natural lo que no lo era y siendo cómplices de su infamia.
Tampoco es como para sorprenderse tanto. Cada dictadura, por despreciable que haya sido su historial, encontró siempre algún poeta dispuesto a componerle loas. En su libro De Benito Mussolini a Hugo Chávez: intelectuales y un siglo de rendir culto a los héroes políticos, el sociólogo Paul Hollander hacía un interesante repaso por esos romances que han metido bajo las mismas sábanas a los peores autócratas y a pensadores supuestamente lúcidos.
Cada dictadura, por despreciable que haya sido su historial, encontró siempre algún poeta dispuesto a componerle loas
Nicolás Guillén, considerado nuestro Poeta Nacional, alguna vez fue seducido por Machado. Y no me refiero a Antonio, el poeta sevillano, sino a Gerardo, el dictador nacido en Las Villas. Se dice que Guillén perteneció a su cuerpo de censores y que tuvo que esconderse de la multitud tras el derrumbe del machadato. Más tarde sería hechizado por otro dictador todavía peor, al otro lado del planeta. Al mismísimo Iósif Vissariónovich le compuso aquello de “Stalin, capitán / a quien Shangó proteja y a quien resguarde Ochún / a tu lado, cantando”.
Nicolás no solo se apellidaba Guillén, sino además Batista. Tal vez por eso nunca llegó a ser el preferido de Castro. Y mira que se esforzó haciéndole los poemas más infantiles que alguien podría concebir, como aquel que decía: “Ay, qué linda mi bandera, mi banderita cubana, sin que la manden de afuera” . Pero el barbudo consideraba a Guillén un zángano incapaz de producir poemas al ritmo de la zafra, como sí hacía, por ejemplo, el abnegado Indio Naborí. Contaba Cabrera Infante que el poeta le confesó sus pánicos bajo una mata de mangos. Fidel lo había criticado en uno de sus mítines universitarios, y la muchachada improvisó un cuasi acto de repudio frente a su casa, coreando la conguita: “Nicolá, tú no trabaja má / Nicolá, no ere poeta ni ná”. Un día le pregunté a Antón Arrufat sobre esta anécdota y me contestó que a Caín no se le podía hacer mucho caso, pero tampoco ponía en duda que el relato fuera cierto.
Volvamos a Sartre y su viaje a La Habana de 1960. Él y Simone de Beauvoir llevaban ya poco más de 30 años de relación abierta. Sartre era su amor necesario, aunque ella mantendría un sinnúmero de amores contingentes, devorando alumnas y alumnos, sin discriminación alguna. La Beauvoir confesaría en una de sus cartas a otros amantes que Sartre nunca la satisfizo sexualmente, pero el feo era todo un genio con quien valía la pena debatir sobre existencialismo dentro y fuera de la cama.
La Habana de entonces los ponía cachondos. Ella, tal vez, sintió un orgasmo cuando Fidel Castro estrenó el grito de “Patria o Muerte” frente a 500.000 fanáticos. A ambos les subió la calentura cuando el Che, tabaco en boca, calificó su relación como un “amor revolucionario”. Él, seguramente, sufrió la mayor de las erecciones cuando logró que Fidel Castro sentara sus nalgas, por primera vez, sobre la butaca de un teatro. Sobre todo, porque se trataba de una obra suya, La puta respetuosa. El barbudo no entendía mucho de arte, pero sí de fusiles, así que su elogio fue menos teatrológico y más castrense: “acabo de descubrir un arma tremenda”, le dijo entre bambalinas. Y un Sartre sonrojado le contestó: “pues, úsela”. A partir de entonces, quizás, Fidel asumiría su personaje definitivo en la tragedia cubana.
Es probable que ninguno de los dos, ni Sartre ni su dulce Castor, comprendieran aquella isla saturada de testosterona. Pero la gente en la calle sí los caló al instante, improvisando una conga mucho más suspicaz y sintética que los reportajes del intelectual francés: “Saltre, Simona, un dos, tres / Saltre, Simona, echen un pie”.
Huracán sobre el azúcar envejeció pronto y mal. Sartre rompería con la Revolución, una década después, tras el caso Padilla. Los asalariados del pensamiento oficial intentan justificar su decisión echándole la culpa a la mala influencia de Carlos Franqui. Lo que sí podríamos afirmar es que, si Sartre y Simone resucitaran y visitaran la Cuba de hoy, ninguno de los dos encontraría motivos para excitarse. Y el libro se llamaría, sin lugar a dudas, Huracán sobre el marabú.