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El interlocutor equivocado

El presidente norteamericano, Barack Obama, este febrero. (@WhiteHouse)
Miriam Celaya

11 de febrero 2016 - 09:38

La Habana/Con más frecuencia que la que dicta la razón, desde el anuncio del restablecimiento de relaciones entre los Gobiernos de Cuba y Estados Unidos han estado apareciendo declaraciones, textos periodísticos y hasta cartas abiertas donde menudean las reclamaciones hacia el presidente estadounidense Barack Obama, por una decisión que algunos consideran un error político, una desmedida concesión a la dictadura más larga de este Hemisferio o, en el mejor de los casos, una ingenuidad. No han faltado, incluso, quienes han llegado al extremo de acusar al mandatario norteño de orquestar una "traición a los demócratas cubanos", si bien no han aportado argumentos que justifiquen semejante afirmación.

Sin ánimo de discutir el soberano derecho de cada quien a opinar lo que le dicte su propio intelecto, llama la atención que los reclamos más airados se sustenten sobre cuestiones que no son atribuibles en exclusiva al presidente de EE UU. Pongamos, por ejemplo, el tema de las relaciones propiamente dichas. ¿Acaso ha sido más beneficioso al Gobierno cubano este acercamiento político que la aceptación y reconocimiento que ha tenido de otros Gobiernos democráticos? Es decir, países como Alemania, Gran Bretaña, Francia, España, entre otros, han mantenido relaciones con la dictadura cubana durante años, sin que hasta ahora sus Gobiernos hayan recibido tantas repulsas por parte de los que increpan al presidente Obama por el mismo "delito".

Países como Alemania, Gran Bretaña, Francia, España, entre otros, han mantenido relaciones con la dictadura cubana durante años, sin que hasta ahora sus Gobiernos hayan recibido tantas repulsas por parte de los que increpan al presidente Obama

Otro asunto interesante es la ola de alarmas por el levantamiento de restricciones a las visitas de estadounidenses a la Isla, o al comercio de productores estadounidenses con empresas cubanas, cuando hemos estado recibiendo por décadas a millones de visitantes europeos y canadienses y se ha estado comerciando con empresas de numerosos países democráticos sin que hasta el momento se hayan levantado tantos escozores.

De hecho, las inversiones extranjeras que se han estado verificando en la Isla desde los años noventa –entre ellas las de conocidos empresarios de la madrastra patria, España, que han explotado hasta la saciedad la mano de obra nativa en flagrante violación de lo legislado por los organismos internacionales que defienden los derechos laborales–, han ofrecido al Gobierno cubano mayores ganancias que todas las flexibilizaciones al embargo impulsadas por la administración estadounidense. Me pregunto por qué los celos democráticos de los cubanos no se han encaminado nunca a reclamar ante los políticos y empresarios de esa nación, cultural e históricamente emparentada con la Isla, y que no ha ofrecido un apoyo vertical y abiertamente declarado, o al menos convincente, a la lucha por la democracia en la Isla.

¿Es que el acercamiento crítico de Barack Obama a la dictadura Castro es moralmente más punible que los coqueteos de la Moncloa con el Palacio de la Revolución, o que los agasajos recibidos por el general-presidente, Castro II, durante su reciente estancia en Francia, cuna de la democracia moderna?

¿Acaso no fue capaz el mismísimo Santo Padre, el humilde Francisco, de hacerle los mayores honores a la satrapía insular al privilegiar al ex presidente, Castro I, con una visita personal, mientras deliberadamente ignoraba la represión a los disidentes, evitaba encontrarse con representantes de la sociedad civil y omitía convenientemente cualquier crítica al deplorable estado de los derechos humanos en Cuba?

Sin embargo, con una persistencia digna de mejores causas los críticos de la actual administración de EE UU mantienen un cerco moral en torno a Barack Obama, como si a él le correspondiera alguna responsabilidad por la historia y destino de un pueblo que ha sido lo suficientemente irresponsable como para permitirse la triste excentricidad de soportar la más larga dictadura que recuerda el mundo occidental.

¿Acaso no fue capaz el mismísimo Santo Padre, el humilde Francisco, de hacerle los mayores honores a la satrapía insular al privilegiar al ex presidente, Castro I, con una visita personal?

Recientemente en este medio se publicó una carta donde un cubano dirigía cuatro preguntas personales al presidente Obama (Cuatro preguntas para usted, presidente Obama. Yuslier L. Saavedra, La Salud, Mayabeque, Febrero 08, 2016). En ellas se resumen aproximadamente las mismas críticas o reclamos de un gran número de despechados que no comprenden cómo el Presidente del vecino norte "no ha tomado medidas" efectivas para obligar a la dictadura cubana a respetar los derechos democráticos de los cubanos o por qué no ha hecho lo necesario para garantizar la calidad de vida de los isleños después del 17 de diciembre de 2014, como si alguna de estas cuestiones fueran prioridades o intereses prioritarios del presidente de un país extranjero y no asuntos que debiéramos ser capaces de resolver los propios cubanos.

Paradójicamente, este joven cubano "que no desea emigrar y que sueña con una Cuba libre, independiente y democrática", está subordinando con toda claridad la soberanía nacional cubana a la voluntad o decisiones de ese Gobierno extranjero. En verdad, algunos patriotas se muestran tan apasionadamente ingenuos que no sabemos exactamente si darles un aplauso o romper en llanto.

Pero así son las cosas por estos lares. Hay también quienes enarbolan en abstracto un civismo exacerbado que, sin embargo, desfallece cuando se trata de aplicarlo en la vida diaria. Me pregunto si este joven y otros tantos "exigentes" cubanos de acá –en particular los que asisten a las reuniones de nominación de candidatos, o a las mal llamadas Asambleas de Rendición de Cuentas– han tenido el valor de preguntar a su representante qué va a hacer para garantizar los derechos humanos, la libertad y la prosperidad de (al menos) los vecinos de su comunidad.

Hay también quienes enarbolan en abstracto un civismo exacerbado que, sin embargo, desfallece cuando se trata de aplicarlo en la vida diaria

Y llevando el asunto a un plano más individual, cuántos de ellos se preguntan a sí mismos qué están haciendo para cambiar el estado de cosas en Cuba.

En lo personal, no tengo nada que reclamarle al presidente Barack Obama ni en particular a ningún Gobierno extranjero. Muy probablemente si yo estuviera en sus zapatos haría lo mismo: procuraría la salvaguarda de los intereses de mi nación y de mis connacionales, así como la seguridad de los míos. Es a lo que aspiro de un futuro presidente cubano, cuando vivamos en democracia. Supongo que el señor Obama tiene todo el derecho de pensar para su caletre: si los cubanos en entusiasta mayoría aplaudieron la instauración de una dictadura desde antes de que yo mismo naciera, si han elegido escapar de ella o tolerar ad infinitum sus desmanes, ¿quién soy yo para asumir el papel de redentor?

Parece cínico, y hasta puede que lo sea, pero si se mira fríamente es la realidad. La dictadura cubana ha hecho exactamente lo que le hemos permitido. Y permanecerá en la poltrona del poder hasta que quiera, no tanto por su propio poder omnímodo como porque así lo consienten los cubanos. Para que una autocracia sucumba no hay que asaltar cuarteles o desatar una guerra; bastaría con dejar de obedecerla.

Mientras eso no ocurra, podremos lanzar contra Barack Obama o contra el próximo inquilino de la Casa Blanca cualquier pregunta; lo cierto es que la respuesta verdadera la tenemos entre nosotros.

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