Intimidad con los diablos
Naufragios
Saber cómo viven los jerarcas del régimen, qué comen, con quién se acuestan, sus relojitos y relajitos, produce un envenenamiento eficaz: ese es el verdadero mérito de Norberto Fuentes
Salamanca/Arnaldo Ochoa fue fusilado hace 35 años. ¿Se habrá acordado alguien este 13 de julio, o de Tony de la Guardia, o de los otros que con él compartieron plomo, sudor y miedo? Yo tampoco hubiera notado la fecha de no haber encontrado por fin, tras dos años y medio de búsqueda, un ejemplar de Dulces guerreros cubanos. Nunca pude conseguir el libro en Cuba, con la foto del condotiero en la cubierta disparando su AK-47, un hombre abriéndose paso en la historia a golpe de fuego y muerte. El ángel exterminador.
A Roberto Bolaño no le gustaba ese libro. Bolaño, que probablemente solo leyó las primeras páginas –la condena del reseñista por necesidad–, le dedica las más duras palabras que se han dicho sobre Norberto Fuentes: “Es como si Raúl Castro hoy se exiliara en Miami y escribiera un libro lamentándose de las injusticias cometidas por su hermano en cuarenta años de dictadura”. A Fuentes, el sobreviviente por excelencia de la literatura cubana, no hay manera de acercársele sin tener una opinión. Pocos han leído sus cosas, pero todos –yo también– lo leemos con saña, leemos contra Fuentes, leemos para refutar o encabronarnos con Fuentes.
“Es como si Raúl Castro hoy se exiliara en Miami y escribiera un libro lamentándose de las injusticias cometidas por su hermano"
Bolaño cayó en esa trampa. Criticó el “estilo sincopado” del cubano, su imitación crónica de Hemingway, la doble moral revolucionaria –dos Rolex, dos casas, dos mujeres, dos pistolas, dos pasaportes– y el destino de quien no considera un escritor, sino un alma en pena. Pasear, no sin asco, por las 459 páginas de ese libro no transforma al lector. No hay una apología ni una disculpa en ninguna parte –eso también desagradaba al chileno– y no le cae a uno mejor el autor. Ni el hombre.
No obstante, Fuentes entrega una guía de forasteros de la Revolución cubana que está al nivel –y quizás supera, porque la escribe un viejo agente– de otras crónicas del horror, como el Mapa dibujado por un espía de Cabrera Infante o el ya un poco gastado Antes que anochezca. Uno, como escritor, lamenta que Fuentes, obsesionado con el centro, con el poder, con matar a su Personal Jesus –Fifo– y entronizar a los héroes, no explore más el margen. De esa colmena de agentes menores, delatores sin salario, amantes con libretica, científicos locos y tontos útiles uno quiere saber más, porque siguen ahí.
La frase de Ochoa sobre el tipo de negocios que hacen los otros –“cosas de muchachitos”, poco dinero– dirige el foco hacia el lugar correcto, pero Fuentes se resiste. Quiere épica. Quiere, con razón, literatura. “Hubo muerte y pesar por este libro”, clama.
Es una escritura de la toxina, del no disfrute, unos diálogos que crispan a cualquiera. Un idioma nuevo para una nueva generación
Asistir a la intimidad de esos cabrones, saber cómo viven, qué comen, con quién se acuestan, sus relojitos y relajitos descritos hasta el paroxismo, produce un envenenamiento tan eficaz que es el verdadero mérito de Fuentes. Una escritura de la toxina, del no disfrute, unos diálogos que crispan a cualquiera. Un idioma nuevo para una nueva generación: “Vikingo. Búfalos. Profetas. Ranger. Ballesta. Everest. Mocasín. Stuka”. Dos imágenes resumen ese ambiente: el jarrito de aluminio de Raúl Castro, que sigue utilizando para emborracharse, y la escena del desayuno de Fidel y Dalia Soto del Valle, la cucharadita de miel, la leche de búfala, las pantuflas del dictador.
Ochoa, el mulato filósofo, el Griego –aunque Raúl insiste en llamarlo el Negro–, juega con los poderes esenciales, “el Partido y la Mafia”, es decir, con el proverbial mono y no con su inofensiva cadena. Ochoa es el hombre que ríe, el jodedor, que choca con la severidad jesuítica de los Castro. “El oficial de las Fuerzas Armadas al que más veces yo le he llamado la atención, ya sea sentado delante de él en un buró, en una comida familiar, en un pasillo, se llama Arnaldo Ochoa Sánchez”, sermonea Raúl en la famosa grabación. “Y lo primero que le empecé a criticar es que siempre está charlataneando, siempre está bromeando, nunca se sabe cuándo está hablando en serio”.
La “cabeza atormentada”, el “sueño ausente”, la instalación en la realidad –“fui a cepillarme los dientes en el baño que está detrás de mi despacho”–, el patetismo –“vi que corrían lágrimas por mis mejillas”–, la épica salpicada de kitsch, la muerte rosada: esas son las cualidades del verdadero revolucionario. “Como es de suponer, primero me indigné conmigo mismo. Inmediatamente me repuse y comprendí en el acto que lloraba por los hijos de Ochoa”, exclama.
Bolaño falló en comprender 'Dulces guerreros cubanos' como el gran epitafio de Tony de la Guardia, el Aquiles cubano
Pero Ochoa es lo de menos en ese libro. Bolaño falló en comprender Dulces guerreros cubanos como el gran epitafio de Tony de la Guardia, el Aquiles cubano y, como Aquiles, reservado para la muerte. Es posible que el retrato de Fuentes sea exagerado, como se exageran todos los recuerdos, pero no cabe duda de que es conmovedor. La no comprensión del panorama, el poco olfato ante el desastre –¡eran los grandes estrategas del Ejército!–, la seguridad de que la muerte los quería bien y no se los iba a llevar, perdió a esa gente. El retrato de familia es tan enternecedor que uno casi olvida que eran asesinos de élite.
Hace unos años, cuando Patricio de la Guardia –el gemelo de Tony– salió del calabozo donde estuvo encerrado desde 1989, Fuentes lo celebró. Patricio era ya un viejo tan enclenque como Raúl Castro o Ramiro Valdés, aunque nació en 1939, y tenía tatuado en el antebrazo el mantra de su clan: Never say die (“Nunca digas morir”). Con esas tres palabras, gastadas sobre la piel transparente; con el jarrito de aluminio de Raúl; con cientos de uniformes sucios, pistolas rotas, charreteras deshilachadas, cuyo recuerdo no es dulce; con todo ese polvo y esa mierda, uno espera que se acabe por fin la Revolución cubana.