Jimmy Carter, una contradicción en capilla ardiente
Hasta dónde llegaba la ingenuidad geopolítica del ex presidente fallecido es algo que todavía se debate mucho
San Salvador/Con cien años doblando sus espaldas, el ex presidente estadounidense Jimmy Carter falleció el pasado 29 de diciembre. Tras convertirse en el primer hombre que ganara la Casa Blanca después de la única renuncia forzada de un mandatario norteamericano (la de Richard Nixon), también fue el primero en desperdiciar, en solo cuatro años, semejante acumulación de desprestigio contra el partido adversario. Su inmediato predecesor, Gerald Ford, nunca fue elegido en las urnas, ni como presidente ni como vicepresidente, pues incluso este último puesto lo había ocupado tras la dimisión de Spiro Agnew, en 1973. (A Ford le fue aplicada, dicho sea de paso, por primera vez en la historia, la vigesimoquinta enmienda de la Constitución americana, que trata precisamente de la sucesión en los dos cargos políticos más importantes).
A James Earl Carter, en todo caso, se le honrará más como ex presidente que como presidente en funciones. Siendo el primer gobernante de EE UU en celebrar un centenario de vida, también ha sido el hombre que por más tiempo ha disfrutado de ese “prestigio”, pues vivió la friolera de 43 años tras abandonar el poder. Antes de él, solamente George Bush padre había alcanzado la venerable edad de 94 años y únicamente Herbert C. Hoover había gozado del “aura” de ex gobernante por más tiempo: 31 años.
Nacido el 1 de octubre de 1924 en Georgia, Jimmy se dedicó en la temprana juventud a cosechar, empaquetar y comercializar cacahuates. Tras su paso por la academia naval alcanzó el grado de teniente, sirviendo luego un período como legislador estatal y siendo elegido gobernador de Georgia en 1971. Junto a Grover Cleveland y Woodrow Wilson, ha sido uno de los tres mandatarios que llegó a la Casa Blanca sin haber previamente ocupado un cargo civil en Washington. De hecho, buena parte de sus votantes, en 1977, lo convirtieron en el trigésimo noveno presidente porque no provenía de las entrañas del poder en la capital, cuyo fétido olor había desafiado todos los estómagos con el escándalo del Watergate.
"Carter llevó al poder una sonrisa honesta, una franqueza cautivadora y toneladas de inexperiencia"
Sin embargo, como sintetizaba uno de los mejores biógrafos presidenciales de EE UU, David C. Whitney, “Carter llevó al poder una sonrisa honesta, una franqueza cautivadora y toneladas de inexperiencia”. Esa falta de conocimiento de los entresijos políticos resultó problemática para su Administración en amplias áreas: desde el manejo de la economía hasta las cuestiones diplomáticas, pasando por la gestión presupuestaria y las habilidades indispensables para lidiar con el sistema bicameral. Por desgracia, aunque tirios y troyanos le reconozcan sus esfuerzos en la búsqueda de la paz entre Israel y los países árabes, al final falló en casi todo.
Hasta dónde llegaba la ingenuidad geopolítica de Carter es algo que todavía se debate mucho. Aquello de llamar “una isla de estabilidad” a Irán apenas un año antes de la revolución islámica contra Mohammad Reza Pahlevi o de intentar acuerdos nucleares con la Unión Soviética a poco de la inaceptable invasión a Afganistán, es probable que exhiba a Carter como un hombre, por lo menos, muy desinformado.
En mi país, El Salvador, el recuerdo de la gestión Carter es polémico y amargo. Se sabe que su Gobierno fue ambiguo en su relación con el régimen militar salvadoreño, con las organizaciones guerrilleras de clara orientación marxista y con la Iglesia católica misma, cuyo principal vocero, el arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo Romero, pugnaba por evitar un baño de sangre. Si bien muchas de las reticencias de la Administración de Carter en relación a la guerrilla eran atendibles, no supo o no quiso comprender las advertencias de Romero sobre el papel que jugaba el apoyo estadounidense al Ejército salvadoreño. El asesinato del arzobispo, en marzo de 1980, fue una baldada de agua fría en medio de la Guerra Fría.
La crisis desatada por el grupo de estudiantes iraníes que se tomaron, en noviembre de 1979, la Embajada de Estados Unidos en Teherán y mantuvieron como rehenes a medio centenar de personas, entre funcionarios y ciudadanos, fue quizá el peor momento de Carter como presidente. Si ya la captura de la sede diplomática exhibía un fracaso logístico –aquella no era la primera vez que musulmanes radicales lo intentaban–, la escasa habilidad estratégica de la Casa Blanca para tratar la crisis fue evidente durante los más de 440 días que duró. El intento fallido de liberar a los rehenes por la fuerza, en abril de 1980, provocando en cambio la muerte accidental de ocho militares americanos, hizo polvo la credibilidad de Carter, que para ganar su reelección debió enfrentar, sin capacidad para ello, a un carismático ex actor de Hollywood llamado Ronald Reagan. Perdió por paliza, desde luego.
Así, con 56 años, el antiguo vendedor de cacahuates dejó el poder asumiendo un nuevo papel: el de humanista negociador de la paz mundial y defensor de los derechos humanos, fase en la que tuvo más fortuna que como mandatario. Escribió una treintena de libros, incluidos varios de memorias personales (uno de los cuales fue nominado al Pulitzer), y estuvo nominado diez veces al Grammy por las grabaciones de varias de esas obras, galardón que obtuvo en tres ocasiones. En el año 2002 le fue otorgado, no sin controversia, el premio Nobel de la Paz. Sobrevivió a todos sus hermanos menores, que eran tres, y llegó a celebrar su 77º aniversario de bodas con Rosalynn Smith, quien falleció en noviembre de 2023. Con ella tuvo tres hijos, doce nietos y trece bisnietos.
Contradictorio hasta la médula, los restos de Jimmy Carter aún reposan en capilla ardiente en el Capitolio mientras escribo estas líneas. El suyo será, si acaso, un copioso legado de buenas intenciones.