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Juez y prensa

Imagen de archivo de una protesta de periodistas en Caracas. (EFE)
Yoani Sánchez

03 de septiembre 2017 - 15:23

La Habana/El hombre se acerca a un destartalado estanquillo habanero y compra el último ejemplar del periódico Granma, el órgano oficial del único partido permitido. La situación, extrema como casi todo lo que ocurre en Cuba, es solo una pequeña parte de las tensiones que vive el periodismo en América Latina, la región más letal del planeta para la prensa.

El continente, donde varios de los patricios que impulsaron la independencia ejercieron también la profesión periodística, se ha transformado en un lugar hostil para los reporteros, campo minado para los medios. Ahora, cada palabra escrita puede llevar a su autor a los tribunales o, incluso, a la muerte.

En muchos de nuestros países, las familias prefieren que sus hijos se conviertan en funcionarios o en mareros, antes de que conformen la carne de cañón de un periódico. “Vas a terminar bajo tierra”, ha repetido por años la madre de una reportera salvadoreña cuando la descubre buscando datos o armando las piezas de una investigación.

A falta de instituciones sólidas, a la prensa se le ha adjudicado indebidamente el papel de fiscal, defensor del pueblo y contraloría. Con los riesgos que esto acarrea.

Ese papel trasciende los límites de la profesión y ha creado excesivas expectativas entre los lectores. Antes eran los redentores o los caudillos los que venían a salvar a una nación, ahora muchos esperan que ese ser híbrido –mezcla de kamikaze y periodista– esté dispuesto a inmolarse por ellos.

En muchos de nuestros países, las familias prefieren que sus hijos se conviertan en funcionarios o en mareros, antes de que conformen la carne de cañón de un periódico

Los escenarios más oscuros que encuentran en su camino los informadores se hallan justo allí donde reina la impunidad o el populismo. Son ellos el blanco de los insultos o de las balas en países donde las democracias fallan y la inseguridad impera. Ninguna señal es tan clara de que un sistema ha naufragado en una deriva autoritaria o que se ha convertido en un Estado fallido como la manera en que éste trata a la prensa.

Revelador resulta que allí donde la institucionalidad está de capa caída los peligros que deben sortear los reporteros son mayores. Un sistema que no puede proteger a sus ciudadanos, empezará por dejar desasistidos a los que informan o a quienes ponen por escrito la indefensión generalizada.

La Venezuela de Nicolás Maduro, la Cuba de Raúl Castro o la Nicaragua del trasnochado Daniel Ortega son algunos de los puntos geográficos donde contar la realidad significa exponerse a represalias desde el poder, pero la lista de territorios adversos a la investigación periodística reúne a muchas más naciones en el área. En México los grupos criminales ven en el periodismo un enemigo más letal que los operativos militares.

Mal pagados, peor valorados y con jornadas laborales que no conocen límites, buena parte de los periodistas latinoamericanos siente que la ilusión que los llevó a acercarse a una profesión tuvo más de espejismo que de realidad. A esa conclusión no han llegado solo por falta de estímulos profesionales –y materiales– sino especialmente debido a la coacción.

A falta de instituciones sólidas, a la prensa se le ha adjudicado indebidamente el papel de fiscal, defensor del pueblo y contraloría. Con los riesgos que esto acarrea

La respuesta defensiva ante la represión y el castigo ha sido –en muchos casos– evitar la calle, optar por hacer un periodismo de escritorio o apelar a los grandes males que el recién fallecido maestro Miguel Ángel Bastenier describió como “declaracionitis, oficialismo, hiperpolitización y omisión internacional”.

La reproducción acrítica de las declaraciones oficiales en el insípido ambiente de una conferencia de prensa se complementa con las genuflexiones al oficialismo, porque justo por “allá arriba” se reparten las credenciales de prensa para el próximo evento, se administran los privilegios y se subastan los cargos en los medios públicos.

El exceso de política se expresa también con esa retahila de relatos sobre las interioridades de los palacios de Gobierno en lugar de acercarse a las historias humanas. Una prensa que vive de las entrañas partidistas y de las pugnas entre figuras se ha apoderado de la escena mediática.

“El aldeano vanidoso” del que hablaba José Martí descubre el agua tibia en medio del océano de necesidades que padece América Latina. Vivir de espaldas al otro ha sido una forma de protegerse y de reproducir en la plana de los periódicos lo que a escala diplomática ocurre entre las naciones de este continente: tan afines y tan separadas.

Sin embargo, la mayor afectación que trae la represión es el retraimiento, el encerrarse en la burbuja de cristal de una redacción y escribir a distancia. Los reporteros de pantalla y teclado pululan por todas partes. Faltan las historias de carne y hueso mientras que abundan los análisis.

Los jefes de redacción saben que cada titular puede volverse por estos lares una declaración de guerra y, en la mayoría de las medios, las líneas rojas no las pone el editor sino que las trazan las amenazas o las conveniencias.

La Venezuela de Nicolás Maduro, la Cuba de Raúl Castro o la Nicaragua del trasnochado Daniel Ortega son algunos de los puntos geográficos donde contar la realidad significa exponerse a represalias desde el poder

El periodista y catedrático español Bernardo Díaz Nosty describe en su libro Periodismo Muerto el rosario de obstáculos al que se enfrentan los reporteros de nuestro continente. Las dictaduras por un lado, la impunidad por otro y el narcopoder que gestiona extensas regiones –como si de países se tratara– conforman la mayor parte de esos riesgos.

En el punto más alto de esa escala del terror están la desaparición y la muerte, aunque “antes de llegar al asesinato, suele producirse el acoso sobre el periodista y sus familiares, las agresiones físicas, la estigmatización, las extorsiones”, asegura Díaz Nosty.

“Todo ello conduce a la quiebra de la independencia profesional, a la renuncia de la actividad periodística, al exilio, cuando no a la claudicación y a la entrega a las condiciones que establece el enemigo”, puntualiza en su libro.

Escribir sobre la delincuencia organizada, el narcotráfico, el lavado de dinero o la corrupción política puede constituir una sentencia de muerte por estos lares. La falta de respuesta estatal a las acciones contra los profesionales de la información acrecienta la sensación de desprotección.

Escribir sobre la delincuencia organizada, el narcotráfico, el lavado de dinero o la corrupción política puede constituir una sentencia de muerte por estos lares

Peor aún, muchos Gobiernos de la región han optado por matar al periodismo. Para lograr ese asesinato –sin dejar demasiadas evidencias– desarrollan una extensa red de amenazas, castigos legales y controles. No faltan, claro está, las prebendas.

Comprar la lealtad de una pluma periodística es una de las aspiraciones de cualquier poder y grupo político. Narrarse a través de las artes de un informador leal y contar con las sumisas planas de un medio de prensa pueblan las fantasías de los departamentos de propaganda partidista.

Junto al bufón de la corte, el adulador de turno y los voceros que repiten consignas, a los populismos les reconforta tener su propia prensa. Un subproducto manso, de titulares moldeados para no incomodar y reporteros que se conforman con asistir a sosas ruedas de prensa donde lo más importante se esconde y la intrascendencia llena teletipos.

La gran mayoría de los Gobiernos de América Latina sueña con amaestrar a los medios, manejarlos como ventrílocuos y hacer que salten por el aro de sus deseos. Para ellos, un periodista es solo un amplificador, a través del cual manejan a la audiencia e imponen su ideario.

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Nota de la Redacción: Este texto ha sido publicado previamente por el diario español El País en su edición del sábado 3 de septiembre.

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