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Kafka en la Aduana de Cuba

Rescatar una maleta extraviada se convierte en un verdadero calvario en el aeropuerto de La Habana

El promedio de espera para recuperar la maleta es de entre 5 y 8 horas durante el día. (14ymedio)
Yoani Sánchez

05 de agosto 2019 - 16:25

La Habana/"Sube los pies mami, sube los pies", le dice una hija con cara preocupada a la señora que este sábado lleva ocho horas en el departamento de equipaje extraviado en la terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. La anciana me cuenta que está recién operada de cáncer y tiene un derrame en la pierna que le duele mucho.

El diálogo ocurre cerca de una oficial de la Aduana General de la República (AGR) con chaleco rojo de supervisora que sale a dar explicaciones por la tardanza. La gente apenas la deja que hable, especialmente Rafael Vidal, un cubano de 57 años, delgado e hiperquinético que lleva 24 horas tratando de recuperar su bolso extraviado.

Debido a las estrictas normas aduaneras y al enrevesado mecanismo que permite, solo una vez al año, pagar en pesos las tasas de importación, los cubanos con un equipaje extraviado tienen que ir obligatoriamente hasta el aeropuerto para hacer el engorroso trámite.

Debido a las estrictas normas aduaneras los cubanos con un equipaje extraviado tienen que ir obligatoriamente hasta el aeropuerto para hacer el engorroso trámite

En la tarde del 3 de agosto, Vidal está desesperado y los otros usuarios lo llaman a la calma, "te va a dar un infarto", le dicen. Pero sigue gesticulando y brincando sin lograr que las empleadas de la Aduana hagan su tarea con más rapidez. Con cada cliente tardan entre 30 y 45 minutos, pero a veces hasta una hora.

Para recuperar el equipaje, primero hay que marcar en la cola exterior, después de dos o tres horas se accede a una oficina donde el pasajero debe localizarlo. Si llega un representante de la aerolínea, el cliente puede avanzar algo en la fila pero aún así el promedio de espera es entre 5 y 8 horas durante el día. En un momento habrá que pesar la maleta, rellenar el formulario de Aduana. Entre una cosa y otra interminables minutos en que no pasa nada.

En unos asientos -que una vez tuvieron fondo acolchado y ahora están en el puro metal- los que aguardamos intercambiamos historias. "Estoy aquí desde las cinco de la madrugada", advierte un padre con una niña pequeña. "No he desayunado ni almorzado porque no puedo salir", agrega una adolescente que señala el candado que cierra la reja de acceso a la nave, ubicada en un lateral del edificio principal de la terminal.

No estamos presos, ningún juez ha dictado que nos encierren, pero todos sabemos que salir para intentar ir al baño o tomar agua puede significar la pérdida del turno en la cola. Somos prisioneros de la Aduana, unos reos sin uniforme carcelario ni barrotes, aunque presos en fin de cuentas.

Permanecemos en un pasillo, entre dos oficinas, con una cubierta ligera llena de huecos y un piso que no ha sido limpiado en meses. No hay baño, bebedero, ni un lugar donde comprar algo de comer. Afuera, primero bajo el inclemente sol y luego empapados por un intenso aguacero, están los menos afortunados, los que ni siquiera han podido entrar a la zona donde pueden sentarse.

"Marqué antes del mediodía", me explica una señora habladora que todavía está cansada de su largo viaje desde Mozambique donde vive su hija doctora. Cuando llegó, la Aduana le confiscó una hornilla eléctrica por no cumplir los requisitos de importación y no entiende por qué a las tres de la tarde de este sábado no le han entregado su maleta que lleva un día en La Habana.

Ese calvario solo deben vivirlo los cubanos, aunque residan fuera de la Isla, pues a la mayoría de los turistas las aerolíneas les llevan su maleta extraviada hasta el hotel o la casa de renta donde están hospedados. "No somos gente, somos animales", lamenta una mujer que ha llegado con su hija para reclamar unos bultos. Lo dice casi debajo de una cámara de vigilancia, con un lente en forma de ojo de pescado, al que mira desafiante.

"Los extranjeros no hacen cola y si dejas caer un billete en las manos correctas te vas rapidísimo", se queja un joven a mi lado con unos espejuelos oscuros que esconden sus ojos enrojecidos de no dormir. "Llegué el jueves en el vuelo de Aeroflot y mi maleta aterrizó ayer", dice en un hilo de voz. Abre un paquete de galletas y brinda, las manos se lanzan veloces para atrapar un pedazo.

En las casi seis horas que paso allí, veo de todo. Un europeo recupera su maleta en minutos e intenta pagar al empleado del aeropuerto que lo coló, pero el hombre le indica con un gesto que mejor hacer la transacción de forma más discreta. Otro, que a cambio de dos bocaditos de helado se gana el favor de una aduanera y una pasajera que rompe en llanto de desesperación bajo el cartel que dice "equipaje extraviado".

Se tejen además lazos fuertes, entre la maestra de preescolar, la reportera de 14ymedio, el joven que viene con pasaporte oficial, la señora repatriada, el reguetonero, la adolescente crecida en Bélgica pero a la que no le reconocen su doble nacionalidad, el joven que no quiere protestar para no marcarse y la jubilada a la que le da "lo mismo un mitin de repudio que un homenaje", según aclara.

Nadie muestra clemencia alguna con la Aduana: ella es el enemigo; nosotros un pelotón variado y desarmado. Allí adentro tienen pesas, escáneres, formularios, prepotencia, miradas torvas; aquí afuera indefensión, molestia, ira... una rabia que va tomando forma en la medida que pasan las horas. Vidal es el más acongojado porque es el que lleva más tiempo esperando.

No se puede estar muy cuerdo para retar al poder en Cuba, mucho menos a una Aduana que decide qué mercancía podrá hacer feliz a una familia y aliviar sus penurias cotidianas

El hombre grita que va a denunciar, que necesita testigos de tanto "maltrato"; algunos se ríen en voz baja pensando que está loco, pero la mayoría lo apoya, cierra filas con él. No se puede estar muy cuerdo para retar al poder en Cuba, mucho menos a una Aduana que decide qué mercancía podrá hacer feliz a una familia y aliviar sus penurias cotidianas.

Todo lo relacionado con el equipaje destapa sensibilidades. Cargamos los regalos para los parientes, las medicinas para el enfermo, el pedido que nos encomendó un amigo. Detrás de cada maleta que se tarda hay un drama. "Le traje una crema para las escaras a mi abuelo que está postrado y llevo cuatro días en esto sin poder recuperarla", dice una mujer que aguarda a mi lado, mientras, la lluvia se cuela por los huecos del techo y nos empapa.

Otra mujer saca un bolígrafo para compartir con quienes deben rellenar el formulario de Aduana, aunque ya completaron con anterioridad uno igual a su llegada a Cuba, un papelito azul donde preguntan si traemos animales vivos o pornografía, cuando el peligro en realidad es otro.

Las autoridades limitan las importaciones privadas porque el Estado quiere seguir vendiendo sus pésimos productos a altísimos precios en sus tiendas.

Para la Aduana somos potenciales delincuentes que traen escondidos en sus maletas un número superior de máquinas desechables de afeitar de las que están estipuladas, unas latas de sardinas que no declaremos o unos zapatos que no son nuestro número y que delatan que estamos haciendo una importación para terceros. Somos el enemigo y como tal nos tratan.

El temor se nota en cada paso que dan los empleados de la AGR ante los ojos cansados pero atentos de una multitud que después de varias horas de espera parece haber perdido el miedo. "O me dan las maletas o los denuncio", "me atienden ahora mismo o esto va a salir por los canales [en alusión a la televisión de Miami]", "agilizan esto o se va a enterar hasta Raúl Castro", gritan los más atrevidos.

Hay una pareja de cubanos residentes en Estados Unidos que ha traído a su hijo. El niño juega en el móvil pero de vez en cuando lanza una frase de desespero. El calor y la suciedad lo envuelven todo. La madre le advierte que, aunque él nació al otro lado del Estrecho de la Florida, tiene que aprender que en Cuba "para todo se pasa trabajo". No muy conforme, el pequeño se concentra en la pantalla.

Una señora me detecta. "¿Tú eres periodista, verdad?", dice en voz alta. Una veintena de ojos me miran. "Vas a tener que contar esto", me exigen desde varias esquinas y me cargan con la responsabilidad de poner por escrito las largas horas que llevan allí, la desidia de las empleadas y su absoluta ineficiencia. No puedo evadirme, me toca.

La frase me gusta... y sí, el "sistema" está por los suelos, quebrado, roto, haciendo aguas por todas partes, agrego en mi mente

La supervisora explica que "esto todos los días es complicado pero hoy lo ha sido más que nunca porque el sistema está caído", en referencia al programa informático que recopila los datos de todos los viajeros que pasan la inmigración cubana. La frase me gusta... y sí, el "sistema" está por los suelos, quebrado, roto, haciendo aguas por todas partes, agrego en mi mente.

Otros no dejan de escapar la oportunidad y también ironizan sobre el doble significado de la frase. "Mira tú, se cayó y no tuvimos ni que tumbarlo", apunta una mujer con un hermoso tatuaje en forma de rosa y que ha llegado cerca de las tres de la tarde.

"Cada vez que intentamos escanear un pasaporte no nos da el registro del pasajero", se justifica la supervisora del chaleco rojo. "Entonces tenemos que pedir a los de las cámaras de seguridad que revisen la filmación del día que llegó el viajero", agrega. Cuando el "sistema se cae" solo pueden saber si la persona trajo más kilogramos de equipaje que los permitidos revisando esas filmaciones.

En mi mente la escena me recuerda a las series de televisión donde un ojo electrónico lo mira todo, hasta si el pasajero llevaba en sus manos una maleta, dos o ninguna. Según esta supervisora, para devolver el equipaje extraviado a su dueño hay que comprobar en las grabaciones de seguridad cuántos bultos sacó del aeropuerto el día que llegó.

No es que nos crea tontos la señora, es que sabe que habla para cubanos, un grupo "domesticable" y controlado... al menos eso piensa. El tratamiento que nos da es como el de un oficial que le reparte órdenes a sus soldados. "No me falte el respeto", "tiene que esperar", "si no le gusta se va", "si sigue molestando lo sacamos de aquí", "problema suyo", "esto es el procedimiento y hay que recaudar dinero para el Estado", sentencian las empleadas.

Pasadas las cuatro de la tarde la lluvia sigue y el agua inunda el lugar, algunos suben los pies en los asientos y otros nos resignamos. Ninguna de las puertas de las oficinas se abre para convocarnos a guarecernos dentro de ellas. "Revolución es humanidad", se burla uno. Calculo que cada día el lugar recauda por concepto de importaciones unos miles de pesos, pero no han invertido mucho en mejorarlo.

Pasadas las cuatro de la tarde la lluvia sigue y el agua inunda el lugar, algunos suben los pies en los asientos y otros nos resignamos. Ninguna de las puertas de las oficinas se abre para convocarnos a guarecernos dentro de ellas

Me llaman por mi nombre. Una oficial de Aduana me dice que no puedo pasar con la cartera y apelo a la señora que llegó de Mozambique. Ya somos amigas, hay confianza. Las horas de espera nos han unido. Mueven sobre mi cuerpo un detector de metales y me piden que vaya a un pasillo con luz tenue donde encuentro mi maleta. También recogen mi pasaporte y el formulario de importación.

El proceso apenas comienza. Me dicen que vuelva a salir. Afuera Vidal parece un león enjaulado y la temperatura de la protesta ha subido. Todos estamos empapados, hambrientos, molestos y con esa mirada que tienen los que ya están dispuestos a perderlo todo, incluso la maleta. Alguien sugiere que vayamos para el Consejo de Estado y otro le da el móvil con algunas grabaciones a un pariente y le dice "súbelas a internet".

Los gritos de la hija con la madre recién operada suben de volumen. Todos nos unimos. "Dejen pasar a esa señora y acaben de darle su maleta", bramamos. Sale una empleada y asegura que pudo escanear siete pasaportes para saber el "historial de importaciones de cada cual". Hay siete elegidos, siete suertudos. Vidal es uno de ellos, quizás para evitar que siga convocando a la revuelta.

El hombre desgarbado traspasa la desvencijada puerta con el cartel "Prohibido entrar al local personas ajenas al mismo". Todos somos Vidal, un poco locos, hartos, demasiado rabiosos. Pasan 30 largos minutos y él sale con un maletín y una mirada que no logra parecer de alivio. Inmediatamente desde el interior dicen mi nombre y vuelvo a entrar, me atiende una empleada más atenta al bocadito de helado que acaba de mandar a comprar que a su trabajo.

En una mesa de esquinas destrozadas, otra trabajadora rellena a golpe de bolígrafo unas hojas donde aparece el nombre de los viajeros. Evidentemente "el sistema no ha vuelto a la vida y estamos en la época analógica", pienso. Las frases son rudas, el maltrato se respira en el aire, nadie dice "disculpas" por los problemas técnicos que han motivado la espera. Por momentos me siento un mueble abandonado en medio de la oficina.

Busco la maleta en el pasillo de luz tenue. Cada esquina del local está rota, todas las baldosas tienen trazas de suciedad y el lugar huele a mugre. "¿Dónde está su formulario de Aduana?", me pregunta. "Ya lo entregué junto a mi pasaporte", balbuceo, cansada y tiritando. "No, aquí no está", me espeta.

Me faltaba por vivir la peor parte. La ineficiencia de la Aduana llegó al punto de entregar mi pasaporte a Vidal, que raudo y veloz partió hacia Las Tunas. En aquel caos de documentos dispersos sobre la mesa, ni siquiera revisaron el nombre, la foto o el género. Según confirmaría horas después, le dieron dos veces el documento, una vez el suyo y otra el mío. El hombre, que latía a mil revoluciones por minutos, ni cuenta se dio.

La rabia sube, la empleada se lava las manos. "Tiene que averiguar dónde vive Vidal para que le devuelva su pasaporte", me dice en tono festinado. Tendré que convertirme en Sherlock Holmes por un error que cometieron ellos. Pero claro, la Aduana es intocable, segura de sí misma, no tiene que hacer nada por nosotros, incluso cuando te pierde el único documento que te permite traspasar las fronteras nacionales.

Me dejan llevar mi maleta aunque ya no tengo identificación que certifique ante la Aduana que soy yo, que he entrado a Cuba en cierta fecha o que no he hecho ninguna importación que necesite pago. Me abandonan a mi suerte, soy un desecho incómodo de su falta de eficiencia.

Rescataré mi pasaporte gracias a la ayuda de los empleados de las aerolíneas JetBlue y Avianca, junto a la constancia de Rafael Vidal, que movió toda su energía para devolvérmelo en cuanto se dio cuenta del error

Salgo y las caras de frustración siguen allá afuera. Aún tengo fuerzas para decir que les esperan horas de maltrato, ineficiencia y la posible pérdida de sus documentos en manos de una Aduana que sabe fiscalizar pero no responsabilizarse, una entidad que actúa como cancerbero pero no como salvaguarda; un guardián de la importación que no contrae deberes, solo tiene derechos.

Corro todo lo que me permiten mis piernas. Grito el nombre de Vidal en el estacionamiento y a lo largo del portal de la terminal, en la zona de taxis, para ver si puedo encontrarlo antes de que se vaya con mi librito de 32 páginas y hojas con filigrana. La gente cree que estoy loca y a esas alturas puede que tengan razón.

La señora de la cirugía y la pierna adolorida pasa a mi lado y me da palabras de aliento para seguir. Ya no puedo volver a traspasar la cerca con candado que me separa de las empleadas de la Aduana en la oficina de Equipaje Extraviado. Allí, en los asientos incómodos, el piso sucio y todavía inundado, decenas de personas esperan por culminar el mismo proceso que conozco bien. Tienen caras largas y siguen quejándose a voz en cuello.

Veinte horas después rescataré mi pasaporte gracias a la ayuda de los empleados de las aerolíneas JetBlue y Avianca, junto a la constancia de Rafael Vidal, que movió toda su energía para devolvérmelo en cuanto se dio cuenta del error. ¿Y la Aduana General de la República que debía velar por mi documento y ayudarme en el proceso de recuperarlo? Todavía estoy esperando una disculpa.

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