Al lacón, lacónicas preguntas

Naufragios

Había algo opíparo y generoso en el criollo, algo que el régimen castró y que el exilio debió haber conservado

El lienzo 'Naturaleza muerta con cabeza de cerdo', pintado en 1968 por Fernando Botero
El cuadro 'Naturaleza muerta con cabeza de cerdo', pintado en 1968 por Fernando Botero. / CC
Xavier Carbonell

06 de octubre 2024 - 12:19

Salamanca/Sí, yo también me dejé llevar por la nostalgia y fui a un restaurante cubano en Madrid. No voy a decir cuál, porque la vida de un emigrado es dura y montar un negocio –sórdido, pero me adelanto– es ya bastante indigesto. Pero el pez muere por la boca y por la boca morí yo. En general, desde que llegué a este país he llevado una vida bastante privada. Me he reunido con pocos cubanos, más por antipático que por antipatriótico, y porque en el extranjero se desarrolla un gusto por la pacotilla nacional que combato como al diablo.

Nunca olvidaré aquel garzón que, entre idiota y melancólico, quería que le regalara una caja de puros Ramón Allones que había traído de la Isla. Eran tabacos de edición limitada, en su empaque verde de cedro, un regalo –jamás hubiera podido pagar aquellas joyas– de despedida cuya última bala gasté hace pocas semanas. Pero, atención, el mozalbete no quería fumar. No toleraba el sabor ni el olor, y aspiraba las cachadas. Quería la caja, arca de la alianza para depositar los restos de su cubanía. Le prometí que se la enviaría por correo electrónico en cuanto tuviera oportunidad.

Todo el mundo sabe que Madrid is the new Miami. Las licras y chancletas, el despreciable asere qué bolá que ofrece cualquier cubano como contraseña de origen, el aguaje y la chusmería, han tomado posesión de Chamberí, Puerta del Sol o Barajas. En el despistado imaginario español, Cuba fue primero tierra de promisión, luego paraíso comunista y ahora –como en el famoso libro de Dian Fossey– un buen sitio para tomar mojito entre gorilas. Mis compatriotas recién llegados cultivan fervorosamente su imagen de buen salvaje, o al menos de salvaje. Cambian de país, pero no de cabeza.

Pagué el precio de que me atendieran en mi acento y disfruté porciones recortadas, socialistas, normadas por la libreta de abastecimiento

No es ilógico, por tanto, que si alguien abre un restaurante cubano en Madrid proceda a recrear nuestra miseria a escala gastronómica. Estuve –desagradable viaje en el tiempo y el espacio– en un paladar habanero, en una fonda con paredes descascaradas, quincalla isleña, fotos del Capitolio y el Morro. Pagué el precio de que me atendieran en mi acento, esperé en vano un vaso para la cerveza –¡Cristal, envasada en Holguín!– y disfruté porciones recortadas, socialistas, normadas por la libreta de abastecimiento.

Claro que me lo merezco. A pocas cuadras había dos restaurantes asturianos donde me hubiera sentido como en casa. No porque Asturias sea para mí una patria gastronómica –que casi lo es– sino porque una fabada bien hecha le recordará siempre a un cubano sus orígenes; un membrillo con queso o un arroz con leche, los postres de la abuela; un orujo con tabaco, el cierre perfecto para un almuerzo. 

Había algo opíparo y generoso en el criollo, algo que el régimen castró y que el exilio debió haber conservado. ¿Por qué los cubanos viajan a España pidiendo hamburguesas y Coca-Cola? ¿Por qué vienen ahorrando para comprarse un carro el primer año, cuando aquí tan poca falta hace? ¿Por qué la prisa para olvidar lo mejor del país y cultivar lo más grosero, la vulgaridad inherente al castrismo, la desfachatez del “hombre nuevo”?

Yo iba buscando una experiencia que me acercara a mi pasado y ellos me amargaron el presente

De todo eso era aquel paladar madrileño un resumen perfecto. Platos, los básicos: chilindrón desabrido, bistec, tachinos, congrí seco. Yo iba buscando una experiencia que me acercara a mi pasado y ellos me amargaron el presente. En vano pedir explicaciones o golpear la mesa –plástica, claro, nada de taburetes– con los puños. Allá la culpa era del Gobierno, ¿aquí de quién es? Al lacón, lacónicas preguntas, diría Lezama.

¿Dónde puede Cuba encontrarse a sí misma? Durante mucho tiempo pensé que en los libros, pero buscar un país en la biblioteca, sin una vivencia real, es un ejercicio de arqueología. Un bolero se escucha y se olvida, un tabaco se fuma, un idioma se gasta, un hijo vive no en la Isla que sus padres abandonaron, sino en su continente y su bandera.

No creo que el cubano, en su ligereza de siempre, se percate de que ese gentilicio ya significa muy poco. ¿A alguien le importa? A mí no, ya lo saben. Con el tiempo uno le encuentra la gracia a no ser de ninguna parte. Si volviera, sería un extraño. Si me quedara aquí, siempre habrá un aire de provisionalidad en cada lugar donde esté. Casi un acto de magia barata, un chasquido y me fui, como me esfumé de aquel paladar cubiche en Madrid. ¿No era a eso a lo que se refería Martí antes de pronunciar, en la manigua, su mejor hechizo? “Sé desaparecer”. Y desapareció.

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