Licencia para matar
La Habana/El dilema ético más complejo al que se enfrenta un ser humano es tomar la decisión de morir o matar. Ante ese conflicto, hay quienes se justifican argumentando que solo al quitar una vida pueden defender a su familia, el patrimonio con que cuentan, la soberanía de la nación, los principios ideológicos o las creencias religiosas.
Los ataques terroristas de los últimos años han sido realizados en su mayoría por grupos fundamentalistas islámicos convencidos de que "los infieles" deben ser eliminados allí donde se encuentren. Los perpetradores de estos actos están dispuestos a inmolarse al grito de "Alá es grande" mientras dejan un reguero de víctimas civiles.
No hay novedad en estos crímenes de odio. En la misma España, donde la pasada semana una camioneta atropelló a decenas de personas, hace más de medio siglo los republicanos fusilaban a los curas y los falangistas mataron al poeta Federico García Lorca acusado de comunista y homosexual. En 2004, en un solo día, el 11 de marzo, los terroristas también asesinaron a 193 pasajeros en cuatro trenes en Madrid.
La repulsa ante el ataque en La Rambla de Barcelona se torna ahora enérgica pero no unánime, porque a los revolucionarios les cuesta condenar con firmeza tales acciones. La razón de esa tibieza es simple: la ideología marxista se sustenta en el principio filosófico de que la eliminación del contrario -por medio de la acción violenta- resulta la única fórmula para solucionar una contradicción antagónica.
En su conocido Mensaje a los pueblos del mundo publicado en abril de 1967 en la revista Tricontinental, Ernesto Guevara definió de una forma radical el sentimiento que debía acompañar a todo soldado revolucionario: "El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar".
El odio es intrínseco a la dialéctica marxista porque ante el “otro” la postura que promueve esa ideología no pasa por aceptarlo sino por aniquilarlo
Como si aconsejara a los yihadistas de hoy, el guerrillero concluyó su recomendación advirtiendo de que "hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total". Una frase que encaja con la escena de los peatones que transitaban el pasado jueves por el Paseo Marítimo de Cambrils, ajenos a que los terroristas se disponían a convertir su caminata en tragedia.
La moral revolucionaria justifica el asesinato y puede ser utilizada por los miembros de cualquier secta política o religiosa. No hay diferencia entre matar en nombre de la justicia social, la supremacía de una raza o la imposición de una fe. El odio es intrínseco a la dialéctica marxista porque ante el "otro" la postura que promueve esa ideología no pasa por aceptarlo sino por aniquilarlo. Donde no caben dos la solución no es amplificar el espacio sino eliminar al que sobra.
Los revolucionarios sospechan que si reniegan de esta máxima perderán el poder que alcanzaron por la fuerza, y que al mostrarse demasiado tolerantes se debilita su autoridad. Un guerrillero, aunque se disfrace con el traje y la corbata de un estadista, sabe que no puede restarle legitimidad a la lucha armada ni a los actos violentos, porque forman parte de su ADN ideológico, están en cada uno de los cromosomas de su accionar político.
Estos radicales, una vez que tienen a la sociedad bajo control, emprenden otra forma de exterminio contra sus adversarios políticos. Recortan su autonomía económica, prohíben que se asocien legalmente, impiden que se expresen en los medios de difusión y promulgan leyes que penalicen su discrepancia. Los asesinan socialmente.
El intento de imponer obligatoriamente una sola religión es similar al de implantar la doctrina de un partido único. En ambos casos, los promotores del fundamentalismo están dispuestos a denigrar, acallar y matar a "los infieles".