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Lula y la corrupción latinoamericana

El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. (EFE)
Carlos A. Montaner

16 de julio 2017 - 15:53

Miami/Lula da Silva ha sido condenado a más de nueve años de cárcel por corrupción y “lavado de dinero”. Todavía puede apelar la sentencia y salir absuelto. No creo que lo logre. Sin embargo, Lula continúa siendo el político más popular de Brasil. Y no se trata de que los brasileños pongan en duda que el expresidente se benefició ilegalmente de su cargo, sino que no les importa. A la mayor parte, le da lo mismo.

En Argentina sucede otro tanto con la señora Cristina Kirchner. Las pruebas sobre la corrupción de ella, su marido, su hijo y su entorno son abrumadoras, pero se impone aquel viejo grafiti de los años cincuenta en respaldo al fundador de la secta: “Puto o ladrón, queremos a Perón”. El peronismo reaccionaba así contra una foto trucada con evidente mal gusto, en la que se veía al campeón de boxeo norteamericano Archie Moore sodomizando a Juan Domingo Perón. Hoy un nuevo grafiti, no sé si a favor o en contra, se ha posado en las paredes de Buenos Aires: “Ladrona o cretina, queremos a Cristina”.

México es otro ejemplo de la indiferencia general hacia la corrupción. Hace pocas fechas el Instituto Nacional de Estadísticas publicó un estudio en el que se asegura que, como promedio, las empresas mexicanas pagan unos 672 dólares anuales en mordidas a funcionarios deshonestos. Abonaron en total 88 millones de dólares. Sin embargo, los mexicanos (aunque cada vez menos), respaldan al PRI, el partido de gobierno, mientras hacen chistes sobre la inmensa corrupción de una formación que desde hace más de 70 años saquea al país, aunque reparte migajas, realiza obras públicas e insiste en la retórica revolucionaria.

Las excepciones son Chile, Uruguay y Costa Rica. No digo que en estos países no exista corrupción, sino que no hay impunidad, y la ciudadanía no admite de buen grado la deshonestidad de los políticos o de los funcionarios. Hay sanción moral y consecuencias electorales adversas, hasta el punto que, a veces, se falsean las pruebas y testimonios para destruir la reputación de personas honorables para excluirlas del juego político.

Mientras las masas no comprendan que la fortaleza de las repúblicas está en que todos se sometan al imperio de la ley, nuestros países no despegarán en el terreno económico y no conocerán la convivencia pacífica

En todo caso, estas excepciones sirven para desmentir la idea de que hay algo fatal en la cultura iberoamericana que nos conduce inevitablemente a la corrupción. Chile es un país andino, como Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela, pero mientras estas cinco naciones, emparentadas por la historia y la geografía, exhiben un grado notable de pudrición, especialmente la Venezuela chavista, donde el régimen ha saqueado sin piedad las arcas públicas, en Chile el Gobierno de la señora Bachelet se estremece por los negocietes de su hijo basados en información privilegiada, al tiempo que Pinochet, incluso para sus partidarios, quedó totalmente desacreditado tras saberse, post mortem, que no fue un dictador honrado.

El caso uruguayo es digno de estudio. La composición étnica de la sociedad es similar a la Argentina, y durante los siglos coloniales fue parte de la misma unidad política. No obstante, la gerencia pública uruguaya es razonablemente honrada y transparente, mientras los grandes vecinos –Argentina y Brasil–, son verdaderas alcantarillas, gobiérnenlos la izquierda o la derecha.

En Centroamérica se repite el fenómeno. De acuerdo con Transparencia Internacional, institución que mide la percepción de corrupción, Costa Rica es, con mucho, la nación más honrada de una región muy variada en la que comparecen, además, Panamá, Nicaragua, Honduras, Guatemala y El Salvador, otros cinco países plagados de escándalos mayúsculos, con expresidentes presos o escapados del país, como sucede con el salvadoreño Mauricio Funes, asilado en la Nicaragua de Daniel Ortega, gobernante que no poseía un centavo cuando llegó al poder y hoy se le tiene por uno de los más ricos del Istmo.

Tal vez el despertar de un poder judicial independiente consiga el milagro de adecentar a nuestros países. Sería una revolución ética comenzada en la cúpula porque la base está carcomida por el clientelismo y la indiferencia moral. Es lo que ha ocurrido en Brasil, donde el juez Sergio Moro se ha enfrentado a Lula da Silva, mientras el Fiscal General, Rodrigo Janot, acusa de “corrupción pasiva” a Michel Temer, el actual presidente tras la destitución de Dilma Rousseff, también separada de su cargo por incumplir las leyes de la República en materia contable.

El próximo paso es que las sociedades interioricen la lección que está dando el sistema judicial en todas las latitudes. Mientras las masas no comprendan que la fortaleza de las repúblicas está en el funcionamiento de las instituciones y en que todos se sometan al imperio de la ley, nuestros países no despegarán realmente en el terreno económico y no conocerán las virtudes de la convivencia pacífica. El daño que hace la corrupción es mucho mayor que los recursos que se roban. Es devastador.

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