Manual del buen progresista
El término estaba claro en el siglo XIX, cuando florecían las revoluciones burguesas, pero hoy es una bandera tan manoseada que resulta irreconocible
Madrid/En estos tiempos revueltos de cenáculos y tacticismo postelectoral, hay una palabra que brota cada cinco minutos y que sirve para justificar cualquier cosa, ya sea una alianza política o una propuesta disparatada: progresista. ¿Es usted progresista? No se hable más. Está en el peldaño más alto de la evolución. Casi roza el cielo con su rectitud. Ya puede pontificar, dedito en alto.
Los problemas surgen cuando se escarba en el significado de progresista. El término estaba claro en el siglo XIX, cuando florecían las revoluciones burguesas y se contraponían modelos antagónicos. Pero hoy es una bandera tan manoseada que resulta irreconocible.
Si vamos a las definiciones tradicionales, el progresismo se asocia con la defensa de las libertades y los derechos civiles, el desarrollo del Estado del bienestar. Se toma como sinónimo de avanzado, moderno, innovador... Y ahí puede adscribirse un espectro político amplio, del liberalismo a la socialdemocracia.
Este concepto agrupa hoy a nostálgicos de hoces y martillos, supremacistas, artistas con problemas con el fisco y guardianas de la moral con cilicios morados
Pero el barullo empieza cuando lo trasladamos a la práctica. Ahí todo es binario. La izquierda ha logrado apropiarse del progresismo, mientras el conservadurismo sigue siendo patrimonio de la derecha. Puedes ser gay, reciclar basura como un bendito, ahorrar luz, usar transporte público, apoyar la ley de plazos del aborto... que si votas al PP o Ciudadanos, serás un reaccionario. En cambio, si dices todos y todas, compañeros y compañeras, veneras a la santa niña Greta, no quieres que en el colegio de tus hijos se cuenten las canastas para no fomentar el espíritu competitivo y votas a Podemos, eres progresista.
Un progresista camina dando saltos vaporosos, ayuda a cruzar a los ancianos, ama a los animales y no se queja por los patinetes. En su casa, luminosa, no faltan plantas ni productos del comercio justo. Un conservador vive apoltronado en un salón con alfombras y figuritas de Lladró, tiene un crucifijo en la cabecera de la cama, fuma puros y, si puede, pisa al mendigo a la puerta del supermercado.
Trasladada la caricatura al terreno político, nos da lo que vemos. Bajo el rótulo de progresista se atrincheran partidos que añoran las hoces y los martillos, sindicatos que se financian del erario público y han hecho del inmovilismo su bandera, artistas abajofirmantes con problemas con el fisco y guardianas de la moral, con cilicios morados, que harían las delicias de Santa Úrsula y Pilar Primo de Rivera.
Hace un mes, Íñigo Errejón, dirigente de Unidas Podemos, celebraba en Twitter el triunfo de "demócratas y progresistas" en las elecciones generales del 28 de abril. Difícil interpretar esa sentencia. El voto se repartió casi al 50% entre izquierda y derecha. Le fue bien al PSOE, a Ciudadanos, a Esquerra Republicana, a Bildu, al PNV y a Vox. Le fue mal al PP y al propio partido de Errejón. ¿Entonces? ¿Qué es ser progresista?, pregunto, mientras clavo mi pupila en tu pupila azul, Íñigo. Progresista no eres tú. Tú perteneces a una izquierda reaccionaria vinculada a regímenes autoritarios, como Venezuela o Irán, y que jamás condenará a la dictadura cubana porque recela de la libertad. Que aboga por el intervencionismo económico y la ingeniería social. Que propugna medidas que no solo no han funcionado jamás, sino que han provocado desastres humanitarios. Un partido que ha tenido a sus principales dirigentes emborronados con becas indebidas, trabajadores en negro, fraudes a Hacienda o negocios con pisos de protección oficial. Eso, y a Alberto Garzón posando con un chándal de la RDA mientras hace una paella, que no sé qué es peor.
Puedes ser gay, reciclar basura como un bendito, usar transporte público, apoyar la ley de plazos... que si votas al PP o Ciudadanos, serás un reaccionario
Y ahí están, como adalides del progresismo. Y no solo con la venia del PSOE. Los propios periodistas contribuimos a la manipulación al aplicarles continuamente el adjetivo sin entrecomillar. A ellos y a los pactos que pretenden María Chivite en Navarra o Ada Colau en Barcelona, por ejemplo. Ahora lo progresista es llegar a acuerdos con la burguesía nacionalista y conservadora vasca, los supremacistas catalanes y la ultraizquierda, independentista o no, eso da igual. Defender la asimetría, las prebendas y los particularismos se ha vuelto incluyente. Abogar por la igualdad de los españoles, reclamar que el ciudadano, y no el territorio, sea el eje de la política, es reaccionario.
Ya que estamos ante el presunto fin del bipartidismo, estaría bien empezar a poner orden en tanta distorsión cognitiva.
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Nota de la Redacción: Este artículo ha sido publicado por Vozpópuli. Lo reproducimos con autorización de su autora.