El maquiavélico uso de la migración

El exiliado sirve a un triple propósito: válvula de escape, arma de presión e inversión económica

Cuatro migrantes cubanos cruzan el río Bravo en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua (México). (EFE/Luis Torres)
Cuatro migrantes cubanos cruzan el río Bravo en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua (México). (EFE/Luis Torres)
Yunior García Aguilera

25 de mayo 2022 - 11:57

Madrid/El 22 de junio de 1990, ante la ONU, Nelson Mandela exigía con firmeza mantener las sanciones contra Pretoria. El líder africano se preguntaba qué error se había cometido para permitir que un sistema como el apartheid se hubiese asentado después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos o los Juicios de Núremberg. Instaba enérgicamente a que no se relajaran las medidas hasta poner fin al crimen.

En Cuba hemos sufrido por décadas un apartheid ideológico que segrega a la ciudadanía en dos bandos: "revolucionarios" y "gusanos". Los que han sido encasillados en el segundo grupo han padecido cárcel, torturas físicas y psicológicas, persecución, actos de repudio, exclusión, censura, hostigamiento, separación de sus puestos de trabajo o expulsión de sus centros de estudio, expatriación forzosa e incluso muerte. La amnesia histórica que intentan imponernos desde la maquinaria propagandística no puede borrar páginas horrendas como los fusilamientos, las Umap (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), la parametración, el hundimiento del remolcador 13 de Marzo o la orden de combate del 11 de julio del pasado año, donde los "revolucionarios" obtuvieron licencia para apedrear, apalear o disparar contra los manifestantes. Hay testimonios que aseguran que varios centros de salud pública recibieron la orientación de negar asistencia médica a quienes consideraran "gusanos". La marca irrefutable de ese apartheid que sufrimos está resumida en la frase que afirma que las calles, el espacio común, pertenece únicamente a la etnia que lleva en sus células el gen revolucionario.

Hoy se aferra a las riendas del poder una generación sin carisma, mediocre hasta la médula, carente de legitimidad o peso histórico

La ascensión de Miguel Díaz-Canel al trono monopartidista ha constituido un retroceso enorme para las aspiraciones de la ciudadanía en materias como libertad de expresión, pluralismo, participación social, derechos, prosperidad económica o cambios democráticos. Hoy se aferra a las riendas del poder una generación sin carisma, mediocre hasta la médula, carente de legitimidad o peso histórico. La actual cúpula sabe que ya no cuenta con el respaldo de las mayorías y en sus caras se refleja el pánico a sufrir la misma suerte de Nicolae Ceausescu. Por eso acuden prestos al garrote y la mordaza. Por eso mantienen tras las rejas al mayor número de presos políticos de toda América Latina y ven en los jóvenes un peligro mayúsculo. Por eso aprueban unánimemente un Código Penal reaccionario, cobarde y medieval. Por eso incluyen penas de hasta diez años de cárcel por un delito de lesa majestad que ni las monarquías contemporáneas han llevado tan lejos.

Es un hecho que la mayoría en Cuba ya está harta de la dictadura y desea el cambio. La opinión se divide en el cómo y el hacia dónde. Muchos se mostraron optimistas cuando Obama decidió intentar una nueva estrategia, descongelando las tensiones y procurando empoderar al sector privado en la Isla. Con Trump se retornó al hielo y al discurso agresivo. Ahora Biden zigzaguea entre el aislamiento y la flexibilización de sanciones. Pero más allá del tira y encoge de los mandatarios, se encuentra una población de 11 millones atrapada en la desesperanza, la miseria, la impotencia y el miedo. Esa misma ciudadanía que entró en erupción el 11J hoy no encuentra otra salida que venderlo todo, agarrar la mochila y atravesar fronteras. Aunque la prensa oficialista diga con cinismo que los cubanos van a Nicaragua a contemplar la lava del volcán Masaya, todos sabemos que la estampida avanza mucho más al norte de los volcanes.

El régimen, experto en convertir sus derrotas en victorias, ha utilizado siempre las olas migratorias con un triple propósito. Por una parte, el éxodo les sirve como válvula de escape para liberar la presión interna. Por otro lado, las crisis migratorias son usadas como armas para poner contra las cuerdas a quien esté sentado en la Casa Blanca. Estos éxodos frecuentes casi siempre les han tocado a administraciones demócratas. Lyndon B. Johnson creyó ingenuamente que el cuarto de millón de cubanos que salió tras Camarioca y el Puente Aéreo podría regresar a Cuba en poco tiempo. Jimmy Carter perdió las elecciones de 1980, entre otras cosas, por la mala prensa que recibió exageradamente el éxodo del Mariel. Clinton tuvo que habilitar la Base Naval de Guantánamo como refugio temporal para evitar un colapso en el sur de la Florida, durante la Crisis de los Balseros. Pero el tercer y más maquiavélico uso de la migración por parte del régimen es convertir al exiliado en inversión económica. Cada cubano que huye se vuelve un potencial emisor de remesas en moneda dura.

La cacareada soberanía nacional no es más que un espejismo, un secuestro, una falacia.

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