¿Matar a Martí?
De haber sobrevivido y gobernado, hoy el oficialismo le pondría también al apóstol la etiqueta de corrupto y entreguista
Madrid/Cada vez son más los cubanos que se suman en sus chats, conversaciones privadas o publicaciones abiertas al síndrome del hartazgo martiano. José Martí ha sido, durante más de un siglo, nuestra figura más proclive a pasar de la carne al mármol, de la luz al polvo, de la elegía al meme. Es el estandarte levantado por ideologías opuestas e irreconciliables. Cualquier frase de galleta de la suerte ha recibido su firma. Martí representa, al mismo tiempo, nuestro Cristo, Platón criollo y Marilyn Monroe del arte pop nacional.
En la resaca de un postmodernismo sato apretamos el acelerador para desacralizar todos los altares en el menor tiempo posible. El sprint nos legó un puñado de investigaciones valiosas, pero también mucho embutido martianoide. El remate final del oficialismo fue designar a Abel Prieto y a Yusuam Palacios como sumos sacerdotes del sanctasanctórum. Era predecible este empacho y la tendencia de intentar matar definitivamente al Héroe.
Las especulaciones sobre un suicidio tampoco son totalmente descabelladas ni están demasiado distantes de su naturaleza romántica
Se ha escrito muchísimo sobre aquel domingo de mayo de 1895, cuando el propio Martí parecía buscar su muerte. Las especulaciones sobre un suicidio tampoco son totalmente descabelladas ni están demasiado distantes de su naturaleza romántica. En sus textos describía la muerte como victoria, fiesta, franja de plata en terciopelo negro. Para un hombre hostigado por la sarcoidosis, conjuntivitis catarral crónica con caída del párpado derecho, sarcocele, bronco-laringitis aguda, entre otras enfermedades, la muerte en combate era más deseable que el inminente fallecimiento en una cama extranjera.
Mañach, en su biografía Martí, el apóstol, publicada en 1933, formula tres preguntas cardinales sobre su caída en Dos Ríos: ¿Arrebato épico? ¿Inexperiencia? ¿Codicia de su hora? Márquez Sterling achaca su pérdida a la "providencia misma". Gonzalo de Quesada y Miranda vuelve a insistir en el tema de "su hora". Y el argentino Martínez Estrada describió su muerte como "enigmática, absurda, inexplicable, insólita e inverosímil".
Algunos han culpado a Máximo Gómez por el desespero y las torpezas de aquel día, incomprensibles en un militar con su experiencia. El propio generalísimo reconocía que había preparado muy mal la batalla y que no tuvo tiempo de ocuparse de Martí. Otros culpan a Baconao, el caballo rubio y brioso que le regaló José Maceo. No pocos le cargan la fatalidad al vestuario, más apropiado para una boda que para los rigores del combate. El hecho es que el delegado, el futuro presidente, el recién nombrado mayor general, fue la única baja que sufrieron los cubanos en aquella acción intrascendente desde el punto de vista militar.
La hipótesis de que se lanzó ante las balas "para dar el ejemplo" pierde sentido cuando se tiene en cuenta que solo Ángel de la Guardia lo vio caer, y solo le alcanzó el estímulo para rescatar su sombrero y su revólver. La teoría de que desobedeció la orden de Gómez de "hacerse atrás" nos dibuja a un Martí adolescente y temerario, una visión poco coherente con su intelecto y su capacidad demostrada para no acomplejarse ante retos, menosprecios e incluso humillaciones.
Aquello fue un fusilamiento: tres balas traspasaron su carne, aunque el tambor de su Colt estaba intacto
Los soldados peninsulares no podían creerlo. Tenían noticias de que iban algunos "pájaros gordos" en la tropa mambisa, pero no imaginaron que el instigador principal de aquella guerra, apenas iniciada, sería un blanco tan fácil. Aquello fue un fusilamiento: tres balas traspasaron su carne, aunque el tambor de su Colt estaba intacto. El capitán español Antonio Serra murmuraría en su testimonio: "Aquí hay misterio".
Otro enigma discutido es el origen cubano del disparo en el pecho. La trayectoria de la bala indica que, o bien iba inclinado sobre el cuello de Baconao, o bien fue rematado cuando ya estaba en el suelo. Esto último parece concordar con el alarde del práctico cubano que combatía bajo las órdenes de Ximénez de Sandoval: el mulato Antonio Oliva. El abuelo del reconocido pintor Pedro Pablo Oliva, se jactaba de haber matado a Martí con su tercerola. Pero no todos le han creído. Tal vez solo buscaba medalla y pensión.
Martí murió de cara al sol, como soñaba. Pero sobre su cadáver cayó un aguacero de dos horas, aquella noche oscura, mientras era trasladado por sus enemigos. 128 años después sigue cayendo de su caballo, de múltiples formas, por un montón de razones distintas. Lo cierto es que perdimos innecesariamente al hombre que más precisaba la futura República. O quizás no. De haber sobrevivido y gobernado, hoy el oficialismo le pondría también la etiqueta de corrupto y entreguista, no habría miles de bustos y estatuas suyas, ni tantos cubanos en las redes sociales buscarían, inútilmente, rematar a Martí.
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