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Na-bo-kov

El autor de 'Lolita' cargó el peso de su exilio con alegría, lo cual es siempre preferible a la lamentación y el victimismo

Cazar mariposas suponía para Nabokov la satisfacción de un agudo deseo de soledad. (CC)
Xavier Carbonell

28 de enero 2024 - 13:51

Salamanca/Cada vez que leo a Nabokov pienso en el poema cursi sobre el "niño travieso cazando mariposas". Como ocurre a menudo con Martí, quizás el poema no es tan cursi, o lo es por culpa del escuadrón de maestros que nos obligó a memorizarlo. El caso es que el niño entre la hierba, con la red en la mano, de salacot y chaqueta caqui, es una imagen perfectamente nabokoviana. Más si el niño es un bribón y el objetivo de su cacería es besar algo que está a punto de morir o ser disecado.

Nabokov nació en 1899 –el mismo año que Borges, Hitchcock y Hemingway–, escapó de Rusia en 1919, escribió Lolita en 1955 ("un parto doloroso, un bebé difícil") y murió en 1977, soñando con infiltrarse en el país natal con un pasaporte falso. Habla, memoria, publicado en 1966, es la autobiografía de un escritor pero también la de un entomólogo y la de un ajedrecista. ¿Cómo convivieron los tres Nabokov en uno solo? Gracias al exilio. El exilio lo obligó a salvar lo ínfimo, como el recuerdo de una partida contra su padre cuando huían en barco a Constantinopla o sus expediciones infantiles en busca de ninfas, falenas y polillas. El exilio enseña a no encariñarse mucho con la mariposa. También enseña a recordarla mejor.

La memoria de Nabokov es una galería de pérdidas y perdedores. Muertos que alguna vez fueron importantes, nobles, soldados, diplomáticos, casi todos desterrados por Lenin o fusilados por Stalin. Me conmueve la imagen del andrajoso general Kuropatkin, amigo de la familia, que le pidió fuego al padre de Nabokov para encender su cigarro cuando ambos huían de la ciudad. O la del tío Konstantin, que se salvó de ahogarse en el Titanic tras devolver por casualidad su pasaje. O Tamara, la novia de juventud de Nabokov, de la cual no volvió a saber cuando se fue de Crimea. "A partir de entonces y durante varios años –escribió–, hasta que una novela me alivió de esa fértil emoción, la pérdida de mi país fue para mí lo mismo que la pérdida de mi amor".

Muertos que alguna vez fueron importantes, nobles, soldados, diplomáticos, casi todos desterrados por Lenin o fusilados por Stalin

Habituado a hablar inglés desde niño –gracias a sus institutrices británicas, otro factor común con Borges–, el idioma de Nabokov es depurado y vívido. Para el inglés, Nabokov es otro Conrad, un peregrino entre lenguas que acaba ofreciendo a la literatura ajena una expresión de alto calibre. Sin embargo, Nabokov es también un extraordinario ejemplo de apego al ruso. Durante su juventud en Cambridge compró los pocos libros en ruso que pudo encontrar y decidió leer diez páginas diarias de un diccionario, anotando expresiones llamativas. "Mi temor a perder, o a corromper, a través de las influencias extranjeras, lo único que había podido llevarme de Rusia –su lengua– llegó a ser morboso y más atormentador que el temor que experimenté dos decenios después de no poder jamás llegar a elevar mi prosa inglesa al nivel de mi prosa rusa".

Noticias de los demás Nabokov –el jugador de ajedrez y el entomólogo– las dan múltiples capítulos de Habla, memoria. Cazar mariposas es la satisfacción de un agudo deseo de soledad. Componer problemas sobre un bello tablero con piezas Staunton supone penetrar en un "campo magnético, un sistema de marcas y abismos, un firmamento estrellado".

Vivió lo suficiente como para que le indigestaran los discursos del "doctor Castro" y tuvo su mejor discípulo tropical en Cabrera Infante

Nabokov cargó el peso de su exilio con alegría, lo cual es siempre preferible a la lamentación y el victimismo. Incluso en los peores años, cuando reconoce que caminaba por París, Berlín o Londres sin cruzar una palabra real con sus "aborígenes", o al menos no tan real como las que entablaba con sus compatriotas "bastardos y fantasmas". Conoció el infierno de los trámites, las frías tarjetas de identidad que reducían al portador a "poco más que un delincuente en libertad condicional" y el rechazo de los que imaginaban que, por mala que fuera la Rusia soviética, el fugitivo es siempre un insecto despreciable.

Acaso pecó –ya en la madurez– de entusiasmo, como sospechaba Javier Marías, con cada elogio desaforado a Estados Unidos, cuya bandera colgaba en la repisa de la chimenea y de donde acabó, también, marchándose.

Vivió lo suficiente como para que le indigestaran los discursos del "doctor Castro" y tuvo su mejor discípulo tropical en Cabrera Infante. Las nínfulas de Nabokov pululan por las últimas novelas de Caín, o sería mejor decir la única novela final, diseminada en los manuscritos de Cuerpos divinos o el olvidado relato Oceanía. El enfermo de cine puede imaginar sin dificultad al impecable James Mason narrar sus aventuras habaneras con La ninfa inconstante, y al instante oír a Humbert Humbert recitar, con la voz nerviosa del cubano, "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta".

Viajar por la memoria de Nabokov es aceptar, con él, que 78 años de vida pueden derretirse entre los dedos como un puñado de polvo helado. Pero traducir ese poco de nieve en un libro es revertir el tiempo, volver al principio. "Todo es tal como debía ser, nada cambiará jamás, nadie morirá nunca".

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