Navajas y bálsamos

Pelarse siempre ha tenido algo de limpieza ritual, y se acude al barbero como a un confesionario o un médico

Imagen de una barbería en los años 20 en Camajuaní, Villa Clara. (Archivo del autor)
Imagen de una barbería en los años 20 en Camajuaní, Villa Clara. (Archivo del autor)
Xavier Carbonell

17 de diciembre 2023 - 13:37

Salamanca/Para un niño es más fácil ser amigo de su abuelo que de su padre. El viejo entiende, vuelve a tener tiempo, vuelve a jugar –dominó, ajedrez, cartas– y a leer los libros que compró de joven. El viejo es solo un niño con achaques. El padre forma el carácter de su hijo por oposición, haciéndole la guerra; el abuelo lo hace por cercanía y a través de consejos. El padre es dueño de su tiempo, lo calcula, sabe distribuirlo y domarlo. Para el niño y su abuelo el tiempo no existe. Uno entra a la vida, el otro sale. Por eso juegan juntos.

Mi abuelo materno fue barbero y músico; el paterno, boticario. En los libros que he escrito a menudo están presentes esos oficios humildes, de pueblo. También me hubiera gustado tener un abuelo afilador de tijeras, un aviador o capitán de navío, un fotógrafo de muertos –hubo muchos en la Isla– o un anticuario. La vida, sin embargo, fue lo bastante generosa como para ofrecerme tres mundos: la barbería, la farmacia y la banda municipal.

En 1944, cuando mi bisabuelo se casó, hacía muchos años que trabajaba como barbero. Lo sé porque, en el periódico que anunció la boda –conservo el ejemplar–, el repartidor anotó con impecable caligrafía la palabra barbería junto a su nombre, y se tomó la libertad de señalar con una marca azul la noticia. (La mejor noticia del día, debo acotar, porque el resto del periódico se dedica a narrar el avance de la Segunda Guerra Mundial y a pedir a los jóvenes del pueblo que se reporten en el comité bélico para marchar a Europa.)

En 1944, cuando mi bisabuelo se casó, hacía muchos años que trabajaba como barbero

En cuanto su hijo pudo sostener un peine y una tijera, también aprendió el oficio. Lo veo ahora, formal, concentrado, camisa blanca y pantalón beige. La foto, calculo, es de mediados de los 60 y falta poco para que el Ejército le exija cumplir el servicio militar. Sentado, envuelto en una sábana, un hombre se deja pelar. Los mechones caen sobre su regazo. Un guajiro, detrás, abandona su taburete para comprobar el trabajo del joven. Nadie habla, quizás por saber que la cámara los mira. Hay cierta ternura en la manera en que se tomó esa fotografía. Traslúcida y ocre, la imagen parece más un recuerdo que una cartulina. Siempre he pensado que la persona detrás del lente es mi bisabuelo, orgulloso del relevo.

En mi pueblo se llevaba un inventario minucioso de los barberos, boticarios y todo lo demás. "Primeramente ejercían como dentistas los barberos", recuerda un escritor en 1943. En los "ochocientos", añade, había llegado con sus cuchillas y espumas un negro llamado Juan Rojo, luego un español, Bruno Claraco, y no tardaron en aparecer "Delfín Miranda, que carecía de título, y Delfín Barrena, que lo tenía".

No sé cuándo llegó mi bisabuelo, pero recuerdo su última barbería, la que heredó su hijo. Un sillón giratorio Koken –que un día, tras la muerte del viejo, me dolió ver en manos de otro barbero–, una sala blanca y luminosa, un gran espejo sobre un mueble de pequeñas gavetas. No olvido el zumbido de su máquina, que se abría paso entre canas y pelambres, pasas y crespos, vellones y tusas, calvicies incipientes y melenas. Pelarse siempre ha tenido algo de limpieza ritual, y se acude al barbero como a un confesionario o un médico. Ser infiel se paga caro: el barbero siempre detecta el trabajo ajeno, y sabe castigar el adulterio dejando una cucaracha o una patilla más larga que la otra.

Si el salón del barbero era fiesta, humo de tabacos y conversación, la farmacia era severidad y misterio

Una barbería está llena de historias. Mientras mi abuelo relataba cómo se pela a un cura –se coloca una tapa circular sobre la coronilla, se marca la tonsura con la navaja y se afeita la calva–, no era pecado interrumpirlo para asomarse a la ventana, si pasaba alguna dama que se pareciera a Sofía Loren o Kim Novak, y supiera moverse como tal. Eran otros tiempos, menos trabajosos.

Si el salón del barbero era fiesta, humo de tabacos y conversación, la farmacia era severidad y misterio. En otra foto –mi archivo no conoce límites– mi abuelo paterno maneja sus tubos de ensayo y morteros. Las farmacias eran entonces un paraíso de nombres en clave, polvos y resinas que uno siempre tenía por venenosos. Las estanterías estaban repletas de tarros de porcelana, con nombres rotulados en tinta índigo: agrimonia, phecula patata, folium eucaliptus, angelica, dens leonis. El boticario, y mi abuelo no era la excepción, guardaba la receta de numerosos ungüentos en una libreta de tapas negras. Una libreta inaccesible para mí, como las cosas de cualquier abuelo, hasta su muerte.

Ambos mundos –para qué hablar de la banda: la música no necesita explicaciones– tienen tanto que ver con la escritura, que solo ahora, muy lejos de los fantasmas del pueblo, me doy cuenta. Como el barbero o el boticario, también uno tiene que desbrozar, cortar, mezclar, dar con la medida precisa, fabricar venenos o confeccionar bálsamos. De alguna manera, el oficio de ambos viejos no quedó en el olvido.

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