Niños sin leche
Muuuuuu (Ubre Blanca)
Mi hijo cumple siete años este jueves, 8 de octubre. Desde hace décadas, los siete años son la edad dispuesta por Fidel Alejandro Castro y sostenida por su hermano Raúl Modesto para que los cubanos dejemos de beber leche.
Cada diez días un niño cubano menor de siete años recibe un kilogramo de leche en polvo por el valor de dos pesos y 50 centavos. Esa cantidad es la décima parte de un dólar. El salario mínimo ronda en Cuba los 10 dólares y el medio los 18, y cualquier precio ajustado a lo que puede verse en los mercados del mundo entero sería impensable para el bolsillo de un trabajador cubano. En España o Brasil es posible comprar un litro de leche por 70 centavos de dólar, pero semejante cifra se acerca al valor de un día de trabajo de un maestro en Cuba.
Fuera de esa cuota de leche que recibe mi hijo, y que comparte con su hermana mayor, los cubanos que quieran beber leche, dársela a sus hijos o a sus padres, deben comprarla en el mercado en dólares. Pero allí el precio de la leche no solo excede por mucho el de aquella que se suministra a los menores de siete años, sino que excede también lo que cuesta en la mayoría de los mercados del mundo. En ese mercado el precio de un litro de leche es de dos dólares y setenta centavos. Más de cuatro veces lo que cuesta en el extranjero y una cuarta parte del salario mínimo cubano. La leche vendida a semejante precio caduca en no pocas ocasiones en los estantes que la sostienen. Después de cumplir siete años, no solo los niños cubanos no pueden beber leche, sino que no lo podrán hacer por el resto de sus vidas.
Han pasado los tiempos de Ubre Blanca, la vaca que, acompañada por un tumor y la atención no menos nociva de Fidel A. Castro rompió por los años ochenta el récord mundial de producción de leche para un día. Cuentan que el comandante prestaba una atención filial a la bestia, lo que la convirtió en la protagonista de reportajes, documentales, visitas frecuentes de especialistas de todo el mundo y, según un informático emigrado, era un honor por aquellos años ser invitado por Fidel A. Castro y brindar con un vasito de leche salido de las enfermas ubres.
Después de cumplir siete años, no solo los niños cubanos no pueden beber leche, sino que no lo podrán hacer por el resto de sus vidas
Sabido es que las pasiones del comandante fueron por décadas objetos de culto nacional. Se odió a los yanquis hasta el pasado 17 de diciembre, Celia Sánchez fue la flor más auténtica, el PPG, una pastilla reguladora de colesterol, llegó a codearse con el resto de los símbolos nacionales, y cinco espías con cargos de asociación para asesinar se convirtieron en héroes.
Pero lo que se vivió con Ubre Blanca traspasó la pasión. Según cuenta Enrique Colina en su documentalLa vaca de mármol, el animal fue reproducido en piedra y sus artífices, entrevistados por el cineasta, afirman que se le quiso posicionar encabezando la Plaza de la Revolución que se construiría en la Isla de Pinos, donde el animal vio la luz.
Además de delirio, exaltar la industria lechera cubana tenía un fin propagandístico. La Revolución había triunfado entre otras cosas para llevar un vaso de leche a cada niño y una vaca que se bastaba para cumplir la ambiciosa meta era lógico que se elevara a líder del Partido. Si tenemos en cuenta que la organización comunista se ha destacado más por aupar tragones que por reunir miembros como Ubre Blanca que se creyeran las supuestas metas de la Revolución, se entiende que la peculiar heroína esté hoy disecada en un instituto de investigaciones pecuarias como Lenin en su mausoleo.
Hay una diferencia clara entre desear un bien y desear ser el que aparece como bueno
Hay una diferencia clara entre desear un bien y desear ser el que aparece como bueno. Esa meta explica mucho del castrismo. Mientras sostuvo con créditos soviéticos una industria ganadera costosa e improductiva y proveyó a cada niño y no pocos adultos de un vaso de leche, Fidel A. Castro aparecía de manera continua como una especie de padrino de esa industria. De ahí su pavoneo con Ubre Blanca y sus delirantes referencias al tema en interminables discursos oficiales.
Derrumbada toda nuestra industria ganadera a principios de los años noventa, la noción de niño se redujo cínicamente a seis años, dejó de repartirse leche fresca y Fidel A. Castro no apareció nunca más en un sitio relacionado con el tema.
Si el vaso de leche a cada niño hubiera sido realmente el interés del castrismo, hace mucho se habría relajado el monopolio estatal sobre las vacas y se habrían reducido las condenas de quienes buscan en el mercado negro paliar su carencia. Nada de eso ha pasado y nuestros niños, mis hijos entre ellos, despiertan sin leche al día siguiente de cumplir siete años.