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No traigo una bomba

Naufragios

Cualquier régimen es bueno para convertirse de la noche a la mañana en mendigo o para vivir una novelita de espías

Maleta en mano, el mendigo Glyndwr Michael y los oficiales británicos que tramaron la Operación Carne Picada en el filme 'The Man Who Never Was' (1956) / Captura
Xavier Carbonell

19 de mayo 2024 - 15:14

Salamanca/Las revoluciones son, por naturaleza, fábricas de mendigos. Nabokov nunca olvidó al general Kuropatkin, un león durante la guerra de Rusia contra Japón en 1904, a quien el torbellino bolchevique dejó –y usaré la expresión criolla porque es exacta– con una mano delante y otra detrás. Era un hombre obeso de “crujiente uniforme”, que jugaba con el niño Nabokov a armar figuras con fósforos. Cuando Lenin ganó el poder, el viejo militar huyó de San Petersburgo y se cruzó con el padre del novelista. “Parecía un campesino de barba gris”, escribe sobre el caminante, que a continuación le pidió a su camarada de exilio, sin reconocer al amigo de otro tiempo, candela para un cigarro. El hombre que tramaba figuras con fósforos no tenía ni uno para encender su breva. “Aquellas cerillas mágicas que me enseñó se habían malogrado y perdido”, concluye Nabokov, “y también sus ejércitos habían desaparecido, y todo se había hundido como se hundieron los trenes de juguete”.

Cuando yo era niño no había demasiados mendigos. Había muchos pobres –todos, uno comprende ahora, lo éramos– pero el requisito para ser el mendigo del pueblo era tener aspecto deplorable, tener barba, ser borracho y dormir en un portal. Se trataba de una especie de oficio, porque la sociedad sentía la obligación de velar por esa criatura y ofrecerle sustento. Nada de dinero, comida. El dinero servía para comprar piojín, el último escalón de la miseria etílica, y nadie quería que el pordiosero se emborrachara.

El mendigo se lleva bien con los niños, quizás porque todavía no han desarrollado el sentido del asco que se adquiere al crecer

El mendigo se lleva bien con los niños, quizás porque todavía no han desarrollado el sentido del asco que se adquiere al crecer. Ese mismo sentido es el que lleva a transformar la palabra mendigo en múltiples avatares: menesteroso, indigente, bichicome, zarrapastroso o –en la prosa de Granma– deambulante y vulnerable, como si todos no fuéramos, a nuestro modo, deambulantes y vulnerables.

De niño escuché a varios mendigos contar su historia. No me pregunten qué hacía allí, el caso es que los relatos aparecieron y yo me crucé con ellos, como el padre de Nabokov con Kuropatkin. Recuerdo a uno en particular, este sí borracho, que me confesó que había intentado robar la iglesia del pueblo. En aquel momento, y por una de esas circunstancias inéditas que Cuba produce, las monjas y el cura vivían juntos. No hay que pensar mal: todos rondaban los 80 años, de manera que aquel convento era más La balsa de la Medusa que un cuento del Decamerón. El mendigo había localizado una pequeña ventana que daba a un baño no lejos de la sacristía. Por ella entró a la casa de Dios, generosamente abierta, y dio con el escaparate donde estaban los vasos litúrgicos. Cálices de oro, copones, patenas, preciosas palmatorias, candelabros, etcétera.

Nuestro Jean Valjean se disponía a meter en el saco la vajilla sagrada cuando lo sorprendió una monja

Nuestro Jean Valjean se disponía a meter en el saco la vajilla sagrada cuando lo sorprendió una monja. Él la recordaba como una grotesca gallina, una sombra solemne, la guardiana del templo, Shekhiná. Le veía –y en este punto lloraba desconsolado– aleteando, dándole picotazos, lanzándole objetos, convocando a gritos a sus hermanas, que caerían también del cielo en legión para defender el santuario. Ignoro si el mendigo salió por la ventanita o si le mostraron la puerta, como hacen los gorilas de seguridad con los bebedores problemáticos. No deja de ser romántico que el Alí Babá criollo tuviera tan mala suerte, pero la tuvo. Más de la que ya tenía.

No volví a saber de él, ni de otro, más depauperado. Era un mendigo canónico, tenía la ropa sucia y apestaba. Era bajito, era más barba que hombre, y tenía un bastón. Alguna vez lo cazaba la Policía o Salud Pública, y lo afeitaban. La visión era muy extraña, porque sin la barba no era él y perdía la piedad de los otros. Menos mal que lo limpiaron, decían las viejas, como si de espulgar a un perro se tratara. Para que le dieran comida tenía que volver a la mugre. Sin mugre no hay compasión.

Los mendigos del país en que vivo ahora no se dan cuenta de que son de alcurnia. Dan pocas señales de necesitar algo –siempre es un euro para comprar un pan– y no son demasiado corteses. Vivo a orillas del Tormes, donde el Lazarillo aprendió un par de cosas de la vida, y aquí todos creen tener su gracia. Hace unos días encuentro a uno que me dice: “¿Ha ido a la catedral?”. Le respondo que sí. “A mí me gustaría vivir ahí”. A todos, miento. “Y me gustaría, porque no tengo casa”. Otro que no tiene gao, pienso, pero me concentro. Y comienza una larga historia, que entiendo a medias porque el tipo no para de mordisquear un pan con jamón. Me pide dinero y le digo –no es mentira– que no tengo nada encima. Se marcha para hacerle el cuento a otro.

Ese mismo día, un pordiosero me aborda a la vera de la Casa de las Conchas, cuando estoy hablando por teléfono. “Buenas”, me dice, e intento responderle por señas que no puedo ahora. “Buenas”, repite y yo concluyo que se trata de un fundamentalista de la educación formal, y respondo el saludo. Se molesta él, me encabrono yo. “¿No ve que estoy hablando?”, le digo. Recompuesto, contesta: “Y cuando termine, ¿me va a dar dinero?”.

No ha habido mendigo más útil en la historia de Europa que un tal Glyndwr Michael, “el hombre que nunca existió”

No ha habido mendigo más útil en la historia de Europa que un tal Glyndwr Michael, “el hombre que nunca existió”. En un engaño colosal a Hitler, los británicos vistieron su cadáver con el uniforme de comandante y lo hicieron recalar en la costa sur española. Su maletín, lleno de documentos que aseguraban que Inglaterra atacaría Grecia en lugar de Sicilia –esa era la trampa–, fue revisado por los espías de Franco, que inmediatamente avisaron al Führer. La acrobacia, conocida como Operación Carne Picada, tiene libro y película. Glyndwr, que se mató ingiriendo veneno para ratas y tuvo, probablemente, una vida lamentable, salvó miles de vidas y está enterrado en Huelva.

Cualquier régimen es bueno para convertirse de la noche a la mañana en mendigo o para vivir una novelita de espías. Uno mismo, después de un mal día, con la ropa sudada o manchada por alguna razón, despeinado, húmedo, maltratado, puede hacerse pasar por uno. Me ocurrió el día que compré una maravillosa –pero en ese momento muy sucia– máquina de escribir Antares. Dotada de una pequeña maleta azul, una Antares limpia y engrasada es una joya. No era el caso. En mis manos, aquel día, parecía un artefacto explosivo. El día era lluvioso, mis espejuelos estaban empañados y la gabardina se me había ensuciado. Entré al mercado y me puse a ver unos relojes. El vendedor miraba la maleta tratando de disimular sus nervios. Lo miré, sonreí y le dije: “No es una bomba”. Aliviado –pero no del todo seguro– esbozó una mueca. Repetí la frase en el mostrador, en las escaleras mecánicas, en el elevador. No traigo una bomba, no soy un mendigo, con permiso. Era imposible no disfrutar la escena.

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