El 'ñoñodrilo', parábola de una Cuba rota
Antes mi gente no nacía rota; antes mi gente nacía bien, y las escuelas se encargaban de romperlas
San Antonio (Texas)/Hoy vi un video de un ñoñodrilo. Sí, eso, un ñoñodrilo. Un naturalista, amante de los reptiles, alimentaba al pequeño espécimen de Crocodylus rhombifer, un pichoncito de caimán al que le faltaba toda la mitad de la mandíbula superior. Técnicamente sí es un caimán, o casi un caimán, o un caimán incompleto. Depende de cuán exigente sea el que analiza el asunto, pero de que es un ñoñodrilo lo es.
La referencia etimológica es cruel, hay que admitirlo. Viene de la burla a la forma de hablar de las personas con labios leporinos, los sonidos nasales e incompletos, así como su incapacidad de pronunciar algunas consonantes –como la erre fuerte inicial o la ce en algunos casos– y su facilidad para convertir todo en el sonido en una eñe casi omnipresente. El pobre animalillo había dejado de ser amenazante y fiero para adquirir, en cambio, un aspecto tierno y lastimero.
“El pequeño ha sido víctima del ataque de otro adulto o quizás del machete de algún humano que se sintió amenazado al verlo”, decía el naturalista. Y mientras explicaba, con un pequeño trozo de carne en la mano, el ñoñodrilo se le había acercado.
El hombre puso el bocado de carne en la mandíbula inferior expuesta del reptil, y este lo llevó al fondo de su garganta mediante tortuosos movimientos de la lengua y calculadas sacudidas de cabeza hacia adelante y hacia atrás. De esa forma el pequeño bocado no caía fuera, sino que era desplazado sobre su lengua, como si lo agarrara una pequeña babosa.
Sí, suena absurdo, pero imaginemos que una babosa que se desliza sobre el suelo es volteada hacia arriba, y que tuviera el poder suficiente de mover el suelo debajo de ella, en vez de ser desplazada hacia adelante. Así de absurda y compleja se me antojaba aquella triste y grotesca escena.
“El pequeño ha sido víctima del ataque de otro adulto o quizás del machete de algún humano que se sintió amenazado al verlo”
Aun así, el pequeño caimán sobrevivía. ¿Es una existencia digna? ¿Hasta qué punto puede un caimán, animal sin raciocinio ni conciencia, sentirse un verdadero caimán, si no puede esperar agazapado en algún pútrido pantano a que pase alguna presa, mientras la acecha con sus siniestros ojos, con sus negras pupilas verticales? ¿En qué momento se vuelve el pobre animalito el objeto de burla de todos sus congéneres? Hasta una ridícula iguana podría trepar en su rocoso lomo y humillar a la indefensa criatura sin sentir amenaza alguna.
Yo pienso en el ñoñodrilo y me viene a la mente mi gente. Mi gente, que está rota como ese pobre animal. Mi gente, que es completamente dependiente de un cuidador que le dé un bocadillo para ver un día más. Mi gente, que ya no sabe cómo tomar riendas en su destino, porque el machete opresor les cortó una parte imprescindible para vivir: les cortó el alma.
Los veo y me percato de que les falta un pedazo, como al ñoñodrilo. Es una parte que no se ve, pero enseguida sientes que están incompletos. Y cuando digo incompletos no me refiero a lo roto que ya está el ser humano: digo rotos por dentro, como si las carencias les hubieran calado los huesos y ya no supieran quiénes son.
Antes mi gente nacía completa y ellos se encargaban de romperte poco a poco.
Yo me salvé porque logré escapar, y aun así me tuve que reconstruir. Es duro cuando te das cuenta de que tú también eres como esa pequeña bestiecilla indefensa, pero más triste es andar con la mitad de la cara que te falta, pensando que a todo el mundo también le falta igual.
Cuando vives aislado del mundo, la única realidad que conoces se vuelve para ti una realidad universal, una realidad absoluta e irrefutable. La gente anda muy ocupada como para darse cuenta, pero yo sí los veo; yo reconozco a un compatriota hasta por la forma de caminar.
El otro día en el supermercado vi a una paisana. Fue muy fácil de identificar: moño alto –como de palma real–, el Caribe en su piel trigueña de seda, sus hermosas curvas y el caminar sensual; su descaro, como mi gente, siempre llena de actitud.
Y he aquí la pena: cuando se volteó, vi que traía un agujero en el pecho que la atravesaba casi de un lado al otro, y que en lugar de corazón había como flotando, en medio de su pecho, una llama negra de la cual brotaba una melaza, igualmente oscura, que le iba manchando los girasoles del vestido; y la cadena dorada con la medalla de la Virgen se volvía una trenza de gusanos de todos tipos, largas y rojas lubricas lombrices de tierra se enlazaban con blancas y cortas larvas, de esas que se forman cuando la carne se empieza a podrir, así como de moscas.
A esas moscas las reconozco bien, porque cuando era pequeño mi papá criaba pollos y revolcaba la mierda de los pollos con paja de arroz y les pegaba agua con azúcar. Y ellas venían y ponían los huevecillos y salían las larvas, blancas como la manteca de puerco, que luego, le dábamos de comer a los pollos. Así, a través de los pollos, comíamos nosotros también mierda y larvas de moscas. A mí no me salían esas larvas al mirarme al espejo. A mí me queda una cicatriz en la mano izquierda, porque me la tuve que cortar.
Y he aquí la pena: cuando se volteó, vi que traía un agujero en el pecho que la atravesaba casi de un lado al otro
Una mañana me la vi y estaba como gangrenada, las puntas de los dedos negros como la oscuridad de la noche en apagón, que iba tornándose escarlata a medida que subía hasta la muñeca. Hedía como nada que hubiese olido jamás, hedía a mentiras mezcladas con culpa, a desengaño y rabia de la que da ganas de matar. Y es raro, porque antes no dolía ni sentía nada, pero desde que me di cuenta un rencor mezquino se fue adueñando de mí y entendí que, si no cortaba la mano, me iba a envenenar por completo.
Antes mi gente no nacía rota; antes mi gente nacía bien, y las escuelas se encargaban de romperlas.
En los círculos infantiles, los padres trabajadores dejaban a sus hijos y no sabían qué pasaba hasta que los recogían en la tarde. Cuando los padres se iban, alimentaban a los más pequeños con un puré verde olivo, que tenía un tufillo rancio pero tolerable, y a los padres no les molestaba.
Les explicaban que era una forma de la vitamina B12 que olía intenso y raro (como la mierda de los pollos de mi papá, pero con ajo y cebolla). Luego ya no había más B12 y alimentaban a los niños y los ancianos directamente con mierda. A veces el “nombre comercial” cambiaba: lo suministraban con el nombre de “cereal”. Nadie lo cuestionaba y se hartaban de mierda.
Yo siempre preferí la mierda en forma de carne de pollo, y de ser posible en forma de carne de res, pero esta última te podía meter en problemas, así que combinaba el pollo con otros sucedáneos para sentirme menos comemierda que los demás. Fue en vano. La mierda que no te comías por un lado, te la hacían comer por otro. Y por más que intentaras, lo único que podías cambiar era la forma en que te ibas a hartar de toda esa mierda.
El siguiente nivel es la escuela primaria: abominaciones adultas moldeando las nuevas abominaciones de la nación. Aquellos maestros, terribles artesanos de lo feo, eran la versión enferma y horrenda del farolero en El Principito. No educan, sino que instruyen, porque la educación con lo roto no pega bien. Te enseñaban a mirar solo hacia afuera, la cuenca vacía en la cara rota del otro, pero nunca a mirarse por dentro uno mismo. Estos empiezan por romperte los ojos y los oídos.
“Repitan conmigo: El miliciano tiene un fusil”, grita una maestra revolucionaria, mientras golpea con un recio puntero de madera pulida una ilustración de unos hombres uniformados en la Plaza de la Revolución. Y así, por siete años, los maestros van jodiendo el futuro de la nación (pero qué nación, me pregunto).
Antes la gente no nacía rota; antes no se la poníamos tan fácil; antes tenían que sudarla, pero ya el daño ha calado hasta los genes.
Yo tuve algunos maestros que, además de la doctrina, me enseñaron matemáticas, me enseñaron inglés
Yo tuve algunos maestros que, además de la doctrina, me enseñaron matemáticas, me enseñaron inglés, lo suficiente como para poder decir “jelou”, “guachurneim” y “gudafternun”. Pero sí debo –y quiero– romper una lanza por mi amada profesora de literatura. “Muchaaachos”, decía, entonando la voz suavemente mientras alargaba el tono de algunas vocales intermedias, “Homero no usa susssstannnntivooo sin adjetivooo”.
Mi profesora de literatura se aseguraba de tener la mejor pronunciación jamás vista. Con ella aprendí a disentir, porque entendí el peso de las palabras. Las palabras, que son como los hijos: una vez que las echas al mundo ya existen por su propia cuenta, y van cayendo sobre las cabezas de sus destinatarios.
A veces son palabras que se escupen en la cara, a veces son palabras con las que definimos a otros. Palabras como escoria, gusano, idóneo, chivato, puta, maricón. Yo he aprendido a rechazar palabras, a no dejar que nadie me defina con altavoz en mi presencia, a no dejar que me llamen ni lo uno ni lo otro, ni todo lo contrario.
Hay culturas donde está prohibido decir el nombre de los difuntos, porque su nombre tiene el poder de definir todo lo que su ser fue, y como ya no existe más, no se debe nombrar. Así me dan ganas de no poder nombrar a unos cuantos más nunca. Unas ganas inmensas de que canten El manisero todos esos cabrones que dirigen la fábrica más grande de muñecos rotos que ha existido jamás.
Yo vengo de una isla que está en el Caribe, y dicen que tiene forma de caimán, de caimán dormido. Pero mi isla ya no es un caimán hace mucho tiempo, mi pequeño país, es un gran ñoñodrilo, y sus hijos son ñoñodrililitos desperdigados por el mundo. La boca de mamá ñoñodrilo está rota y no puede proteger en sus feroces fauces a sus pequeños lagartijos, rotos e incompletos.
Mi gente está rota y no lo sabe. Pero antes la gente no nacía rota. Mi gente, antes, no nacía rota.
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Nota de la Redacción: El autor es originario de Bayamo y emigró hace nueve años. Es trabajador social en un programa donde el 90% de los usuarios son cubanos.