El oficio de la nostalgia
Con este texto, el autor, originario de Villa Clara, inaugura su colaboración con '14ymedio'. Pidió asilo en España tras renunciar al Premio Italo Calvino por 'El fin del juego'
Salamanca/Lo tengo delante de mí, tranquilo y austero, en un café de Madrid. Es un tipo de huesos duros, chaqueta vieja y nariz rota, como recuerdo de una antigua pelea. Tu país no es fácil –me dice–, yo intenté meterme allí de polizón varias veces, para saber. Para entender. Una vez llegué por la costa –hace una pausa y sorbe su infusión– con pasaporte nuevo y en un barco.
Eran los años duros, y para verme con tal y cual debía ser en un hotel, públicamente. Yo había sido corresponsal de guerra y tenía olfato para detectar quién me vigilaba. Después de entrevistarme con uno de aquellos personajes, hombre excepcional y peligroso, un mesero me reconoció y salí como un bólido de allí. El carro iba a todo pedal y detrás la policía, aullando como en las películas. Los semáforos se ponían en verde por arte de magia.
Los despisté, pero unos días después lograron agarrarme vivo y me dieron una paliza de lo más pedagógica. En un maletín iba mi cámara y demás equipos. Se lo llevaron todo, incluido el pasaporte de marino pospuesto.
Llegué a mi embajada con la camisa tinta en sangre y cara de boxeador. Me dieron un papel con el que pude presentar la denuncia. La secretaria de la estación, una muchacha flaca y asustadiza, esperaba la mirada de su jefe para teclear la declaración. ¿Qué se iban a imaginar aquellos chimpancés, con sus rudimentos de karate habanero, que yo llevaba los casetes de mi reportaje escondidos bajo el asiento del carro?
Ya eras un perro viejo, le digo. Un perro viejo –repite él, sonriendo–, eso mismo.
Gente que habla de lo que no tuvo y de lo que quiso. Gente que, como yo, no tiene sino palabras y eso es lo que se llevan a todas partes. Palabras, risa y humo de puros
Al final me la encontré otra vez –añade, mientras se enrosca la bufanda en el cuello. ¿A quién? A la secretaria de la estación, que logró irse del país y escapar del marido, un sujeto con ínfulas y contactos que no la dejaba salir. Pero lo logró, ya ves: el mundo es un pañuelo. Me detalló su vida, como ahora he hecho yo contigo.
Si tuviera que contar todas las historias de naufragios que he escuchado.
Relatos como este, de golpe y sangre, de nostalgia y cariño por lo que se perdió. Gente que habla de lo que no tuvo y de lo que quiso. Gente que, como yo, no tiene sino palabras y eso es lo que se llevan a todas partes. Palabras, risa y humo de puros –que es lo que me apetece ahora, para acompañar la conversación de amigo, que se despide y me abraza.
Habrá que contar esto alguna vez, digo. Y es lo que estoy haciendo aquí y ahora. Todo lo nuevo es tímido y, hasta cierto punto, torcido. Sin embargo, quiero hacer esta apuesta por la escritura, calibrarla, medir los límites de mi voz. Pienso en todos los que me precedieron en los Naufragios que dan nombre a esta columna, venidos del mar y marcados por la salación.
La isla los muerde pero también les da un motivo para la escritura. Les ofrece pequeños consuelos: los habanos, los libros, la amistad, los rituales del buen comer, el enigma de la frase criolla, toda una literatura y un destino. Les ofrece, en definitiva, la nostalgia como oficio y la palabra como anestesia.
De todo eso voy a hablar, si me permiten colocar aquí lo único valioso que tengo: mi memoria y la memoria de otros, a la que he accedido a través de la voz y los libros. Naufragios de la existencia que recalan en el papel, terciados por el tabaco y el ron que calienta el alma, como en las novelas de Conrad.
Aquí nos veremos –espero– cada cierto tiempo, en esta habitación que me gustaría imaginar como una tienda de antigüedades o un café. Dos butacas para conversar, un cenicero para escurrir en él las palabras y una música suave, de ser posible un bolero. Siendo así –con buen viento y mejor fortuna– este naufragio no será tan amargo.
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