Pacharán por mi vida

Naufragios

Reynerio Lebroc fue muchas cosas: cura, profesor, patriota y conspirador

Lebroc, en el centro y con gabardina, junto al actual vicario de Santa Clara (a su izquierda) y un grupo de sacerdotes en Roma
Lebroc, en el centro y con gabardina, junto al actual vicario de Santa Clara (a su izquierda) y un grupo de sacerdotes en Roma / Gaspar El Lugareño
Xavier Carbonell

25 de agosto 2024 - 14:41

Salamanca/Es deprimente que el mismo perro político lo muerda a uno dos veces. La situación en Venezuela, un país triturado por mi país –no me cansaré de repetir que hemos sido casi siempre villanos–, me ha hecho pensar en los cubanos que, huyendo de Fidel, se refugiaron en Caracas y allí los sorprendió décadas después ese sobrino tarado del castrismo, el chavismo. Pienso ante todo en una pareja que conocí en Madrid. Se habían ido de Cuba en los 60 y de Caracas en los 90. Él era –creo– médico o empresario; ella me ofreció un rico pacharán navarro y no se resistió a chotear a Buesa: pacharán por mi vida sin saber que pachaste.

Aquel día se habló de Carlos Alberto Montaner, que estaba ya muy enfermo y pocos sabían que había venido a España a morir. Con Montaner se nos iba el sueño de un primer presidente en democracia, un sueño que ahora los venezolanos viven y que nosotros –de lejos, con envidia– admiramos. Se habló también del destino que le espera a la biblioteca de un exiliado. “A mis hijos no les interesan mis libros”, me confesó él. Le sugerí que los enviara poco a poco a los obispos cubanos, que se las arreglarían para nutrir sus bibliotecas. Las bibliotecas son dinamita para el régimen, dije, y si no lo dije lo pensé.

Aquel día se habló de Carlos Alberto Montaner, que estaba ya muy enfermo y pocos sabían que había venido a España a morir

Si no hubiera sido por una biblioteca hecha de libros prohibidos no hubiera podido leer a Cabrera Infante, Arenas, Sarduy, Montaner, Rojas, la gente de Encuentro y muchos otros. Aturdido por el pacharán y la modorra, les pregunté si no se habían cruzado nunca en Caracas con Reynerio Lebroc. A ese nombre rimbombante le debe tanto mi educación sentimental que lo siento como un viejo pariente. Cada libro de su vasta biblioteca –él se las arregló para enviarla desde su exilio a Santa Clara– acabó pasando por mis manos.

Lebroc fue muchas cosas. Cura, experto en historia colonial, profesor, conspirador, un poco espía y otro poco aventurero. Hay una foto en la que, con menos de 30 años, se le ve bajando de la escalerilla de un avión de Iberia. Está flaco y le falta pelo: acaba de salir de prisión. Castro lo metió en la cárcel en 1961 junto a tres sacerdotes que apoyaban los movimientos contra el régimen recién estrenado.

Castro lo metió en la cárcel en 1961 junto a tres sacerdotes que apoyaban los movimientos contra el régimen recién estrenado

El ejemplar de Religión y revolución en Cuba de Manuel Fernández que leí fue el de Lebroc. Él mismo subrayó con trazo duro una frase: “La puesta en libertad de cuatro sacerdotes detenidos en 1961: los españoles Francisco López Blázquez, José Luis Rojo, ambos diocesanos, y José Ramón Fidalgo, dominico, y el cubano Reynerio Lebroc”. Recuerdo alguna frase de encabronamiento al margen, quizás una mala palabra, pero ya no tengo a mano el libro.

Puedo decir que sé cómo funcionaba el lector-máquina que fue Lebroc. De él tomé la afición por elaborar pequeños índices analíticos al final de cada libro. Tenía un sistema de señales –uno o dos rizos junto al renglón, subrayar lo mínimo, anotar al margen– que adopté, con pocas variaciones. Le gustaba corregir y burlarse de las pifias del autor. Marcaba cada libro con un ex libris: una R y una L, rematadas por una estrella. Los miles de volúmenes de su biblioteca los había reunido en Madrid, Roma, París, Brujas, Berlín, San Juan de Puerto Rico, Bogotá, México, Miami y Caracas. Tenía la colección de cronistas de Indias más portentosa que he visto nunca, incluyendo reproducciones de documentos fotocopiados por él en el Archivo de Indias de Sevilla.

Para molestar a Castro –pero no creo que se diera por aludido–, los obispos cubanos le entregaron a Juan Pablo II en 1998 una copia de la biografía que Lebroc escribió sobre Antonio María Claret. ¡El Papa saludaba a Castro con una mano y con la otra sostenía el libro de Lebroc! 

¡El Papa saludaba a Castro con una mano y con la otra sostenía el libro de Lebroc!

La biblioteca de Lebroc no viajó a Santa Clara por azar. El vicario de la diócesis, Arnaldo Fernández, era su mejor amigo desde que estudiaron –él, un mulato achinado y vivo; Lebroc, un atolondrado guajiro avileño– en Roma. Se veían al menos dos veces al año en Venezuela y así llegaron los libros a la Isla. Recuerdo que el vicario se rejuvenecía al hablar de Lebroc y yo, que no lo pude conocer aunque murió en 2018 en Caracas, me acercaba por la conversación a mi benefactor secreto, el hombre cuya biblioteca me había salvado. 

Lebroc vivió en Madrid y en Roma algunos años. Se hizo doctor en historia y escribió biografías de los primeros obispos cubanos, que publicó Juan Manuel Salvat en Miami. Dejó inéditos varios manuscritos, que también pude leer. Rehízo su vida en Caracas, donde una buena parte del exilio cubano –incluyendo el obispo Eduardo Boza Masvidal, su amigo, que murió en Los Teques en 2003– se había establecido. Fue el cura de la parroquia de La California Norte durante 40 años y fundó el Centro de Estudios Cecilio Acosta. Casi todos los obispos jóvenes de Venezuela fueron alumnos de ese cubano.

A Lebroc lo recordaban sus amigos envuelto en su gabardina, conversando con los buquinistas del Sena o revolviendo librerías en Sevilla. Que escogiera Caracas para exiliarse significa que allí, como en ningún otro lugar, encontraron los cubanos un país afín. (Allí escribió Carpentier, sin ir más lejos, Los pasos perdidos y El siglo de las luces). No puedo imaginar lo que significó para Lebroc el ascenso de Chávez y de esa criatura grotesca que es Maduro. Ver cómo se despedaza el país de adopción por obra de los mismos que arruinaron el natal tiene que ser aplastante. Lebroc, el matrimonio del pacharán, tantos amigos, ¿cómo sobrevivieron a eso? Les debemos demasiado a los venezolanos. En su libertad nos jugamos la nuestra.

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