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El partido de los mil

Votación en el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba. (EFE)
Manuel Cuesta Morúa

27 de abril 2016 - 11:43

La Habana/Hubo un Congreso, y de espaldas al Partido Comunista, la nación cubana vació esa legitimidad por la autoridad que los poderes largamente ejercidos obtienen por su sola presencia. Pero de espaldas a la nación cubana, el PCC dejó claro que se rearma conservadoramente para su próxima nueva guerra: la que emprenderá en solitario, ya sin el concurso de la hostilidad yanqui, contra dos objetivos: la realidad misma y la sociedad cubana.

Continuar diciendo que el Partido Comunista Cubano tiene legitimidad constituye una petición de principio contestada por un dato: el 3% de rating que tuvo el discurso inaugural de Raúl Castro. Poder y legitimidad no significan la misma cosa.

El VII Congreso del Partido Comunista fue esa puesta en escena litúrgica para la recuperación conservadora de la élite cubana, cogida en su propia Trampa 22. Entre dos opciones, reforma o contrarreforma, la dirigencia elige un aparente camino intermedio que instrumenta los eufemismos ‒perfeccionar, actualizar‒ con el objetivo de capturar la renta global que se pueda producir en la Isla para mantener intacta la dominación extraeconómica sobre las dos terceras partes de la sociedad. Con ello pospone la evidencia del desastre para la era post biológica de la llamada generación histórica y así se libra de la responsabilidad mediante la transferencia del dilema.

Justo en el momento en el que se perfila una nueva “conceptualización del socialismo” en Cuba, la élite del Partido se oculta de sus militantes y los aleja de la ardua tarea de repensar su modelo

Irónico. Un tercio del país puede sentirse más libre porque puede vivir en los márgenes de esa renta global que permite el control del resto de una sociedad marginal. La paradoja es doble: la protoburguesía cubana viene a ocupar el lugar que correspondía al proletariado en el ámbito de las lealtades revolucionarias y ahora canta La Internacional. Mientras tanto, los "obreros", desfilan el Primero de Mayo para librarse del castigo que puede recaer, no sobre sus cuentas en el banco sino sobre sus magros bolsillos.

¿A qué se reduce la visión de Estado de la élite? A una prosaica visión de poder sin sólidos contenidos conceptuales o ideológicos. Por eso esta vez no hubo pantomima deliberativa. En el VI Congreso, los Lineamientos del Partido Comunista pasaron por la discusión aparente de los militantes de base y un sector extendido de acompañantes ideológicos. Pero aquel debate figurado era prescindible visto desde la continuidad conceptual del "socialismo cubano". Sin embargo, justo en el momento en el que se perfila una nueva "conceptualización del socialismo" en Cuba, la élite del Partido se oculta de sus militantes y los aleja de la ardua tarea de repensar su modelo. Sin darnos cuenta, o dándonosla, asistimos de tal modo a un golpe de Estado ideológico que refuerza el dominio de la minoría mínima tanto sobre la hegemonía de la minoría comunista como sobre las mayorías sociales en Cuba.

El proceso que describe este VII Congreso es alienante. El Partido Comunista se reconstruye como trinchera civil contra la sociedad y desestima la política y su sentido para intentar renacer como un partido teológico sin teología, instalado en el futuro a la manera de un Qom tropical, que no administra, pero fija los límites de acción política y de opción cívica para los cubanos sin las responsabilidades del Gobierno cotidiano. Una mala pretensión, típicamente contracultural, que se aferra al Artículo 5 de la Constitución. Ese mismo que ni siquiera el Politburó recordaba.

¿Qué necesita para ello? Legitimar la violencia política, como hicieron Raúl Castro en su discurso inicial, y muchos delegados en sus intervenciones durante el Congreso aupando a los mecanismos de represión. La condición necesaria para ello es la reinvención de Estados Unidos, Obama mediante, su convidado de piedra, como enemigo blando y amable.

La élite, no sin cierto cinismo, introduce una discriminación generacional intentando pasar el testigo a una generación menos heroica y por tanto menos legitimada en términos revolucionarios

Divorciado del principio de realidad, o frente al pánico, el partido de los mil se entretiene en el absurdo sociológico: limitar a 60 años la posibilidad de entrar a su Comité Central. Esto en un país artificialmente envejecido que aumenta su esperanza de vida.

Acostumbrada a discriminar, ahora la élite, no sin cierto cinismo, introduce una discriminación generacional que elimina a toda una generación vital, entre 60 y 70 años, de la conducción burocrática y simbólica de los destinos de su sediciente socialismo, intentando pasar el testigo a una generación menos heroica y por tanto menos legitimada en términos revolucionarios. La intención es tan clara como impropia de la política. Pretende ir sin pausa pero sin prisa, alejando la presión política de la generación que sigue, pero introduce una ruptura generacional al interior del Partido Comunista que solo seguirá debilitando las energías que necesitaría para institucionalizarse como organización que difícilmente logra desprenderse de sus ataduras al carisma.

El asunto es preocupante, al menos para algunos, porque se trata de un Partido-Estado que, aunque carece de visión estratégica, finge tenerla. Y lo menos que necesita el país en medio de una crítica transición en crisis es el juego mágico de aprendices de brujo.

La noticia aleccionadora es que el mensaje del partido de los mil no ha sido recibido por el partido de las mayorías. Cada vez menos silenciosas.

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