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A partir del tiempo real

Fidel Castro entrando a La Habana el 8 de enero de 1959
Vicente Echerri

04 de enero 2015 - 13:00

Nueva York/Para los cubanos, la llegada del Año Nuevo ha estado, por más de medio siglo, inextricablemente asociada a otra efeméride: el triunfo de la revolución liderada por Fidel Castro en 1959, la cual no tardó en convertirse en un régimen totalitario de partido único que se extiende hasta hoy.

Si el recordatorio es unánime entre los nuestros, no así su sentido: algunos, consumidores de trasnochados énfasis nacionalistas —que cada vez son menos— celebrarán lo que definen como la llegada de la soberanía e independencia verdaderas junto con la realización de anheladas conquistas sociales; otros —tanto en Cuba como en el exilio—, que alguna vez festejaron ese triunfo y hace mucho se consideran traicionados y estafados por el régimen de la revolución, recordarán con nostalgia lo que, a su parecer, pudo ser el rumbo hacia la verdadera democracia: la esperada revolución que habría de barrer las “lacras coloniales”, que habían sobrevivido en la república, para consolidar los ideales martianos de libertad, justicia y equidad sobre los cuales se fundó la nación. Los más escépticos somos de la opinión que ese 1 de enero de 1959 fue un día infausto, en el cual, en un acto de colectiva irresponsabilidad, el pueblo de Cuba, y particularmente sus clases más representativas, le entregaron la república a un demagogo, con conocidos antecedentes gansteriles, que ya había puesto en marcha un proyecto para el derribo de las instituciones democráticas y su vitalicia estada en el poder.

"Ese 1 de enero de 1959 fue un día infausto, en el cual el pueblo de Cuba, y particularmente sus clases más representativas, le entregaron la república a un demagogo"

Somos cada vez menos los cubanos que conocimos el país que precedió al triunfo revolucionario. Aunque no dispongo de datos estadísticos al respecto, no es temerario afirmar que la mayoría de mis compatriotas nació después y que incluso algunos que ya estaban en el mundo entonces tienen una idea distorsionada del pasado gracias a tantos años de insistente adoctrinamiento. No son pocos, por ejemplo, los anticastristas de corazón y méritos que, sin embargo, aún creen que la revolución fue un recurso al que se apeló justa y necesariamente para reformar lo que algunos insisten en llamar la “pseudorrepública” y, en consecuencia, aunque cuestionan la gestión del castrismo y su perpetuidad al frente del Estado, dan por buenos sus motivos de origen.

Mi niñez transcurrió en la década del 50 y tengo memoria del país pujante y vital que teníamos, y de las libertades que gozábamos, a pesar del golpe de Estado de 1952, de ciertos niveles de corrupción política y administrativa —insignificantes si los comparamos con los existentes en la actualidad— y de los desmanes y ejecuciones extrajudiciales cometidos por la fuerza pública durante la etapa de la guerra civil (que, aunque condenables, son apenas una vigésima parte de los que le atribuyó la revolución triunfante). Con esto no pretendo aligerar a Fulgencio Batista de las responsabilidades que él y su gobierno tienen ante la historia, tan sólo ponerlas en su justa perspectiva. El gobierno de Batista no puede calificarse propiamente de tiranía (como suele repetirse en la prensa y los textos de historia que circulan en Cuba), ni siquiera de dictadura en el sentido en que lo fueron otros regímenes de esa estirpe en Latinoamérica. De haber sido una tiranía, la supervivencia de Castro habría sido impensable: las tiranías se comportan de otra manera. Además, Batista no tenía ningún plan de perpetuarse en el poder. Cuando renunció a la presidencia, en la madrugada del 1 de enero, adelantaba su salida de palacio por unas pocas semanas: las que mediaban entre esa fecha y el 24 de febrero en que le hubiera entregado el gobierno a Andrés Rivero Agüero y, casi seguramente, se habría marchado del país, como había hecho, en circunstancias menos dramáticas, en 1944. Comparar el gobierno de Batista con el castrismo es lo mismo que comparar un resfriado con un cáncer: el primero, que coincidió, además, con una época de altísima prosperidad en nuestra vida nacional, era un mal transitorio; en tanto el segundo ha conseguido arruinar el país y envilecer al pueblo hasta niveles que habrían sido inimaginables aquel primer día de 1959.

"Comparar el gobierno de Batista con el castrismo es lo mismo que comparar un resfriado con un cáncer"

No tengo ninguna duda de que nuestra experiencia democrática —que se extiende desde el 20 de mayo de 1902 hasta el 1 de enero de 1959, cuando los poderes públicos se desmoronaron para que Cuba ingresara en el despotismo— fue, pese a todos los defectos que puedan apuntársele, un orden infinitamente superior y más civilizado que lo que vino después: un país que progresaba, no obstante ciertos niveles de corrupción y algunos períodos de autoritarismo gubernamental que nunca lograron ni se propusieron, estos últimos, suprimir las libertades fundamentales (como lo prueba la prensa de la época). Todos los logros importantes de nuestra vida nacional, incluida la salud y la educación pública gratuitas, son fruto de ese tiempo (aunque algunos se extendieran cuantitativamente luego).

Si un defecto grave tuvo la república que antecedió al castrismo fue el de la frivolidad de sus intelectuales y políticos que contribuyeron, con sus críticas desmedidas, a socavar las instituciones democráticas, en tanto invocaban, a la ligera, la Revolución (como un expediente de violencia que advendría para resolver todos los problemas y curar todos los males, sin comprender que soluciones y curaciones se iban logrando por el lento y firme camino de la evolución). En los 25 años que preceden a la llegada de Castro al poder (de 1933 a 1958), el pueblo cubano vivió ingenuamente en expectativa de revolución, al punto que todos los movimientos políticos de importancia y todos sus agentes (tanto desde el gobierno como desde la oposición) se proclamaban revolucionarios; sin advertir que esa actitud agredía los soportes mismos sobre los que descansaba una democracia que en verdad necesitaba perfeccionarse, pero que no precisaba ser demolida.

En este momento en que empieza a surgir en Cuba una nueva conciencia política que busca recobrar las libertades conculcadas y los derechos perdidos durante tanto tiempo, se impone un análisis radical (que llegue a las raíces) para negarle legitimidad y pertinencia a la acción revolucionaria —que por malicia de unos cuantos e ignorancia de los más— nos lanzó al abismo aduciendo que nos salvaba. Para reformular la patria nueva no se puede partir, en mi opinión, del 1 de enero de 1959 que nos hizo entrar en la intemporalidad totalitaria, sino del tiempo real —con luces y sombras, grandezas y miserias— que le precedió.

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