Pesadilla en México

Las protestas continuan en Chilpancingo, capital de Guerrero. (Francisco Cañedo/ SinEmbargo)
Las protestas continuan en Chilpancingo, capital de Guerrero. (Francisco Cañedo/ SinEmbargo)
Carlos Malamud

20 de octubre 2014 - 07:45

Los lamentables sucesos de Iguala y la desaparición (probablemente eliminación y matanza) de 43 estudiantes de magisterio (normalistas) han puesto nuevamente a México frente a su mayor flagelo del siglo XXI: la violencia. El triunfo del PRI en las elecciones de 2012, la llegada de Enrique Peña Nieto al poder y su programa reformista parecían haber reconducido al país por derroteros diferentes al sexenio de Felipe Calderón (2006 – 2012) y su guerra contra el narcotráfico.

De repente el cántaro se ha roto y los mexicanos se han sumido nuevamente en una negra pesadilla. Otra vez todo se pone en cuestión, como la gobernabilidad, el peso del narcotráfico, la corrupción o la convivencia cívica. Hace bien Peña Nieto en preocuparse porque en este envite se juega una parte importante de su gobierno y del recuerdo que deje a las generaciones futuras. La preocupación debería alcanzar a todo el espectro político nacional y a todos los niveles del estado, comenzando por el federal, pero también a ayuntamientos y estados.

No es un problema fácil ni sencillo como muestra la historia reciente de Colombia, donde la mezcla de violencia política y narcotráfico agravó la situación. Pero en México las cosas no son más simples. La cercanía con Estados Unidos implica no sólo un vasto mercado para la droga sino también una vía relativamente sencilla de aprovisionamiento de armas. La violencia política es bastante residual y en absoluto comparable a la colombiana y de momento no se han establecido vínculos estables con los carteles.

Su fragmentación actual complica aún más el combate de las fuerzas estatales. La lucha encarnizada que mantienen las bandas por imponer su control territorial aumenta la violencia, el número de víctimas y la sensación de peligrosidad que transmiten. Para cumplir sus objetivos, no limitados al tráfico de estupefacientes, intentan vincularse cada vez más al poder local, corrompiéndolo hasta las raíces allí donde pueden.

Tanto el fugado alcalde de Iguala como el gobernador de Guerrero pertenecen al PRD (Partido de la Revolución Democrática)

Su labor se ve favorecida en aquellos estados, como Guerrero, donde la inacción o una cierta complicidad de los gobernadores facilita los objetivos criminales o no hace nada por erradicar el cáncer de la corrupción y los vínculos con el narco de las policías locales. Éste es sólo el principio. La debilidad de algunas instituciones como la justicia o el sistema carcelario favorecen la mayor implantación territorial del crimen organizado.

El caso de Iguala afecta a toda la clase política mexicana y a los principales partidos nacionales, comenzando por el PRD (Partido de la Revolución Democrática), al cual pertenecen tanto el fugado alcalde de Iguala José Luis Abarca como el gobernador de Guerrero Ángel Aguirre. Es necesario implicar a las tres mayores fuerzas nacionales (PRI, PRD y PAN) para sentar las bases de una profunda regeneración cívica. Algunos piensan que de no darse pasos significativos en este sentido habría consecuencias imprevisibles. De momento no se perciben condiciones para un estallido generalizado en demanda de mayor seguridad, pese a tratarse de una reivindicación social muy extendida, especialmente allí donde el azote criminal y del narcotráfico es mayor.

Hasta ahora Peña Nieto no se ha visto demasiado afectado por los acontecimientos. Tras un cierto retraso inicial en tomar una postura más proactiva para resolver el caso, se ha movido con cierta habilidad. El envío de la Gendarmería y la captura de Sidronio Casarrubias, jefe de "Guerreros Unidos", presuntos responsables en complicidad con las autoridades y la policía municipales del secuestro de los normalistas, son puntos en su haber.

Hay que reformar la justicia penal mexicana. Sus laberínticos vericuetos son una de las mejores garantías de la impunidad

Ahora bien, del rumbo que Peña Nieto siga en adelante, especialmente cuando aparezcan los cadáveres de los normalistas, dependerá buena parte de su futuro. Es ésta una ocasión de oro para impulsar una profunda reforma de las instituciones vinculadas con la seguridad y el combate al narcotráfico. Pese a que se trata de un proceso complejo y lento es urgente completar la puesta en marcha de la Gendarmería y la depuración de los numerosos cuerpos policiales. Al mismo tiempo hay que reformar la justicia penal mexicana. Sus laberínticos vericuetos son una de las mejores garantías de la impunidad de los delincuentes, especialmente aquellos que pueden pagarse buenos abogados.

La tarea no es fácil. Son muchos los que ganan con el status quo o intentan sacar partido de las dificultades del sistema, tanto entre los cómplices del narcotráfico como en la extrema izquierda. Pero el momento exige respuestas contundentes. Una frase extendida en sectores juveniles próximos a los narcotraficantes dice: "más vale vivir cinco años como rey que 50 como buey" Cinco años es la esperanza de vida de los sicarios próximos a los carteles. Las maras salvadoreñas y hondureñas están demasiado próximas como para olvidar su ejemplo. Si esto cunde, el futuro de México dejará con bastante posibilidad de ser tan promisorio como hoy aparece.

Nota de la Redacción: este análisis ha sido publicado previamente en la web Infolatam. Lo reproducimos con la autorización del autor.

* Carlos Malamud es investigador del Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos (Madrid)

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