Piratas de ayer y hoy
Todo comenzó con unos cuantos barcos franceses asediando a las flotas que llegaban a las Canarias
Madrid/Las leyes que restringen absurdamente el comercio suelen generar corrupción y todo tipo de pillerías. Luego de la conquista y colonización de América, los poderes marítimos fijaron su sistema comercial en la relación exclusiva de las metrópolis con sus colonias. Mercadear con extranjeros llevaba penas de cárcel, excomunión y confiscación de bienes. Esta medida afectaba sobre todo a las colonias, pero también propició el contrabando e inundó los mares de saqueadores.
Todo comenzó con unos cuantos barcos franceses asediando a las flotas que llegaban a las Canarias. Más tarde estos marinos se hicieron con las cartas de navegación españolas y se acercaron a las aguas del Caribe. Inglaterra, Francia y Holanda vieron tan jugosas ganancias en estas empresas que comenzaron a invertir sus propios fondos en el negocio. Era el apogeo de las banderas negras con huesos cruzados y calaveras.
A diferencia de los piratas, los corsarios sí contaban con licencias de algún Estado para atacar y desvalijar a sus rivales. Si dos reinos estaban en guerra, el delincuente debía ser tratado como un soldado enemigo, con las garantías que esto implicaba. Sí eran tiempos de paz, se suponía que los corsarios debían respetar cierta tregua. Aunque el alma de un pirata, con patente de corso incluida, jamás se toma en serio esos detalles.
Los bucaneros, por su parte, eran una especie de piratas de tierra firme. El término bucán era usado por los taínos para nombrar la técnica de ahumar las carnes. Muchos europeos aprendieron a utilizar estas habilidades, se dedicaron al contrabando y adoptaron el nombre de bucaneros. En Cuba tuvieron mayor presencia en zonas como Camagüey y Las Tunas.
Si dos reinos estaban en guerra, el delincuente debía ser tratado como un soldado enemigo, con las garantías que esto implicaba
Los incipientes poblados cubanos fueron víctimas, varias veces, de asaltos piratas. Se sabe que La Habana fue reducida a cenizas en 1538. Y en ese mismo año, frente al puerto de Santiago, se enfrentaron durante cuatro jornadas el capitán sevillano Diego Pérez y un corsario francés. Por el día se entraban a cañonazos sin piedad. Y por las noches, se enviaban mensajeros con regalitos, como buenos caballeros cristianos, hasta que el francés levó anclas y dijo adieu.
Pero el ataque más célebre ocurrió el 10 de julio de 1555, por Jacques de Sores. Diez años antes, San Cristóbal de La Habana estaba defendida por un único cañón de 47 quintales al que apodaban "el salvaje", una prueba de que la exageración y la bambolla nos acompañan desde bien temprano. Luego la villa fue "fortificándose", hasta contar con unos tres cañones. Para la fecha del asalto gobernaba el señor Pérez de Angulo, quien defendía La Habana con 65 hombres de a pie y 16 a caballo.
En cuanto el corsario francés, discípulo del célebre Pata de Palo, pisó tierra, Angulo salió despavorido hacia el yucayeque de Guanabacoa. En cambio, el alcaide don Juan de Lobera dio el pecho como pudo, pertrechado en la vieja Fuerza.
Pero el coraje no abundaba en la resistencia. Algunos de sus hombres lo invitaban a rendirse diciéndole que, si quería, muriese él, pero que no sacrificara al resto. El propio Sores preguntó quién era aquel loco que se empeñaba en defender La Habana con cuatro ballestas. Hasta uno de sus propios artilleros llegó a negociar con los corsarios, hablando en alemán, para que Juan no entendiese ni pío.
Al final, el corsario tomó la villa, aunque no encontró las riquezas que esperaba, salvo un anillo con una piedrecita de esmeralda y alguna vajilla de plata. El francés tomó rehenes y pidió 30 mil pesos de rescate, además de unos cuantos casabes. Le perdonó la vida al bravo defensor y juró respetar a las mujeres.
Fue un desastre. Las espadas corsarias repelieron el intento y La Habana siguió siendo francesa unos días más
Angulo, en un último arranque para salvar la honrilla, reunió en Matanzas a un ejército... bueno, no exageremos. Eran 95 españoles, unos 200 africanos y cerca de 80 indígenas. La sorpresa constituía un factor clave, pero los indios, acostumbrados a los ataques sónicos, alertaron con sus gritos a los franceses. Fue un desastre. Las espadas corsarias repelieron el intento y La Habana siguió siendo francesa unos días más.
Como contraoferta, se prometieron 3 mil pesos de rescate. Sin embargo, los habitantes solo llegaron a reunir un tercio de esa cifra. Sores, indignado ante semejante miseria (o tacañería), le prendió fuego a todo lo que pudiera ser quemado. Angulo fue enviado a España y juzgado por cobardía e imprevisión. Fue el último de los gobernadores civiles.
Hoy, siglos después, la piratería sobrevive. Y en Cuba muchos tienen permiso para practicarla, lo que, técnicamente... ¿los convierte en corsarios?
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