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La primera mujer a la que amó Martí

Historia sin histeria

Poco o nada se sabe sobre las ilusiones románticas del apóstol hacia mujer alguna durante esos 18 primeros años en Cuba

Fotograma de la película 'José Martí, el ojo del canario', de Fernando Pérez. / Captura
Yunior García Aguilera

02 de marzo 2025 - 12:46

Madrid/El apóstol de Cuba, más que un busto de yeso en el patio de la escuela, una estatua de mármol o de bronce en una plaza pública o una efigie grabada en el devaluado peso cubano, era un hombre de carne y hueso. Su corta existencia estuvo marcada por amores intensamente vivos. La solemnidad con que ha sido mirado desde ambas orillas de la cubanidad ha impedido a veces que se hurgue sin complejos en su lado carnal. Pero resulta imprescindible conocer al hombre, para luego comprender al héroe. Intentaré, en este artículo, adentrarme en el costado más erótico de sus sentimientos. ¿Cuál fue su primer amor, su primera vez? ¿Fue un amor platónico o consumado? ¿Cuánto significó en su vida?

Poco o nada se sabe sobre sus ilusiones románticas hacia mujer alguna durante esos 18 primeros años en Cuba. Sus emociones estaban concentradas en un profundo amor filial hacia su madre y sus siete hermanas, una admiración sin límites hacia su maestro Rafael María de Mendive y su familia, así como una sincera y honda relación fraternal con su “amigo y hermano del alma” Fermín Valdés. Pero, sobre todo, Martí desarrolló un sentimiento patrio casi obsesivo, que lo llevó a ser condenado por el delito de infidencia. El presidio político y los trabajos forzados en las canteras de San Lázaro dejaron cicatrices en su salud y en su carácter por el resto de su vida.

Martí llegó a España pobre, pálido, flaco, enfermo y obsesionado con la libertad de su patria

Martí llegó a España pobre, pálido, flaco, enfermo y obsesionado con la libertad de su patria. Había sido operado varias veces de sarcocele (tumor del testículo) debido a los golpes de las cadenas que arrastró durante meses. La llegada a ese país, un año después, de su amigo Fermín Valdés, constituyó un alivio gigantesco. Fermín era su cómplice, su confidente y también su sostén. Desde Zaragoza, Pepe le escribiría a su madre que estaba viviendo “los años más felices de su vida estudiantil”. Y no era solo por la compañía de su querido compinche. Martí se había enamorado.

El palco 13 de los teatros casi siempre estaba disponible para los estudiantes pobres. La superstición de los zaragozanos ayudó a que ambos jóvenes disfrutaran bastante de su afición teatral. A Martí no parecía importarle en absoluto la maldición del número: había sido el preso 113 en las cárceles de Cuba y su piso en Zaragoza era justo el número 13 en la calle Manifestación. El palco le dio buena suerte. En el intervalo de una función, sus ojos se toparon con una “bella, blonda y distinguida señorita”. Se llamaba Blanca de Montalvo Palomar.

La muchacha era la cuarta hija de una familia de clase media. Y para mayor suerte del joven Martí, ella vivía en su misma calle. Pero los padres de Blanca se opusieron a la relación, justo lo que necesita una pasión juvenil para volverse más intensa. Cuando miraban a Martí, veían a un ave de paso, un estudiante pobre, exiliado, sin futuro. Ella, en cambio, veía otra cosa. Así que la pareja decidió seguir encontrándose en secreto, durante furtivos paseos por la ciudad.

En abril de 1873, durante una noche húmeda, Martí le escribiría su cuento Hora de lluvia, una especie de autorretrato, desahogo y profecía. “Me pediste ayer tarde una historia (…) Que lo leas, mi Blanca”, así comienza. Allí se describe a sí mismo como “un hombre soberbiamente feo”. Y la retrata a ella como una virgen púdica, con los ojos más claros que la luz, más bellos que la flor de la inocencia, con la hermosura que necesitan las almas ávidas de cielo. Blanca tuvo que haberse sonrojado varias veces leyendo confesiones de amor como “me regocija, me resucita, me alimenta, me despierta. Jesús salvó a la tierra: ella es mi Jesús.”

En 1874 Martí se vería obligado a partir a Francia, y luego a México, sin volver a verla nunca más

Sin embargo, como auguraban los padres de Blanca, la relación estaba condenada a durar poco. En 1874 Martí se vería obligado a partir a Francia, y luego a México, sin volver a verla nunca más. La distancia no mató instantáneamente su relación. Seguirían escribiéndose cartas durante varios meses. Pero el tiempo haría que cada cual fuese encontrando un camino distinto. Martí se enamoraría muchas otras veces, de muchas otras mujeres. Y Blanca decidió casarse con un médico llamado Manuel. Aunque tal fue la huella que Martí dejó en aquella joven aragonesa, que a su primer hijo lo nombró José.

Algunos investigadores coinciden en que Blanca no solo fue su primera experiencia romántica, sino también su iniciación sexual. En sus Versos Sencillos Martí deja escapar algunas confesiones. Cuando en ellos mencionó a las tierras aragonesas, más de una vez habló de amor: “Amo a los patios sombríos / Con escaleras bordadas; / Amo las naves calladas / y los conventos vacíos”. ¿Qué tenían de especial aquellos lugares solitarios, oscuros y callados? ¿Qué experiencias había tenido el joven Martí en aquellas escaleras, patios, naves y conventos vacíos?

Para que usted pueda llegar a conclusiones propias, aquí le muestro los versos que continúan su desahogo, mucho más explícitos: “Amo la tierra florida / Musulmana o española, / Donde rompió su corola / La poca flor de mi vida.”

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