Querido Mario

Cuando Haydée Santamaría firma su última carta a Vargas Llosa se dirige a un hombre que ya ha escrito algunas de las novelas mayores del idioma

A Santamaría le correspondió la “educación revolucionaria” de los nuevos escritores latinoamericanos.
A Santamaría le correspondió la “educación revolucionaria” de los nuevos escritores latinoamericanos. / Casa de las Américas
Xavier Carbonell

09 de febrero 2025 - 13:24

Salamanca/Qué poco sabemos de Haydée Santamaría. Mujer depresiva y extraña, poseída por un rencor imposible de resolver, se suicidó en 1980. Sí conocemos su prosa. Una bala no puede terminar el infinito, hace catorce años veo morir a seres tan inmensamente queridos, junto a Fidel estoy, he hecho siempre lo que él desee que haga, me siento cansada de vivir, creo que he vivido demasiado, el sol no lo veo tan bello, la palma no siento placer en verla, y todo lo demás.

En el libro de cuentos de horror que el castrismo preparó para los niños cubanos, Haydée y su hermano Abel son Hansel y Gretel; la bruja es Batista. Asqueado, con miedo, escuché a mis maestras relatar decenas de veces el martirio del muchacho, hijo de españoles –el padre de Orense, la madre de Salamanca– nacido en Encrucijada, a 40 kilómetros de mi pueblo. Le sacaron los ojos, decían, delante de su hermana. Delante de la hermana, repetían, como si el verdadero crimen no fuera tanto el asesinato sino la elección de Haydée como copartícipe.

Esto, como se sabe, fue un mito, una ficción deformada hasta el cansancio por la propaganda. Según una de mis maestras a Abel le extirparon los ojos y luego se los enseñaron a Haydée; según otra, ella fue testigo de la tortura; la última, que parecía tener los ojos en las manos como Santa Lucía, lloraba con el relato. Pero quién sabe si en las retinas de Haydée no quedó grabada esa grotesca imagen de su hermano –veinteañero, tuerto, fantasmal– con la misma inocencia, con la misma nitidez que en las nuestras, a los diez u once años.

Santa patrona de los 'hippies' y otros apestados bajo el régimen de Castro, Haydée fue la zarina de Casa de las Américas hasta su muerte

Santa patrona de los hippies y otros apestados bajo el régimen de Castro, Haydée fue la zarina de Casa de las Américas hasta su muerte. A ella le correspondió la “educación revolucionaria” de los nuevos escritores latinoamericanos. Que se arrogaba el haber dado la fama a esa generación es un hecho admitido por ella en numerosos documentos, pero en ninguno con mayor exaltación que en la carta que envió a Mario Vargas Llosa el 14 de mayo de 1971.

El documento es famoso y lo citan desde Jorge Fornet hasta Rafael Rojas. Cuando lo descubrí, dentro del número 65-66 de 1971 de la revista Casa, ya conocía fragmentos de su contenido. El ejemplar es pura artillería roja. De entrante el discurso de Fidel, como plato principal las instrucciones para la parametración cultural y de postre la autoinculpación de Padilla.

La carta a Vargas Llosa aparece como una hojita doblada, galleta de la fortuna para sellar la indigestión del lector, por la urgencia –explica una nota– de contestar al peruano por su renuncia al comité redactor de la revista. Tuve la buena suerte de robar ese número de Casa de un polvoriento librero de la Universidad Central, cuando aún no lo había tocado el comején. Lo tengo ahora delante, carta incluida.

Cuando Haydée firma esos cuatro largos folios se dirige a un hombre que ya ha escrito algunas de las novelas mayores del idioma: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral. Divulga sin reparos la dirección del peruano –vía Augusta 211, Ático 2.o, Barcelona– y, como Beethoven, sabe cómo organizar una explosión.

Haydée lucha entre la frialdad totalitaria y la chusmería revolucionaria, los dos estilos retóricos del poder cubano

Lo llama “señor”, no “compañero” –como quería Nicolás Guillén–, porque Vargas Llosa no lo es. Primero la formalidad: no puede renunciar al comité porque el comité no existe. Fue disuelto “porque era inaceptable la divergencia de criterios en el seno de dicho comité”. Ante el cáncer de la libre expresión, castración quirúrgica. “Pensamos que esta medida era preferible a dejar sencillamente fuera del comité a gentes como usted”. Haydée lucha entre la frialdad totalitaria y la chusmería revolucionaria, los dos estilos retóricos del poder cubano.

Qué lástima, dice entre líneas la matrona. “Un hombre joven como usted”, que tanto pudo haber hecho por Fidel –a la larga García Márquez disfrutaría esa amistad personal con el caudillo que Haydée cortaba para Vargas Llosa–, se exilia del cielo comunista y arrastra consigo a decenas de intelectuales. El peruano debió sumar su voz, “una voz que nosotros contribuimos a que fuera escuchada”, al coro unánime.

El talento de los viejos aristócratas de la Revolución para convertir un alegato en instrumento judicial se emplea también aquí. Hay que hablar de Padilla, un escritor “que ha reconocido sus actividades contrarrevolucionarias” y no ha sido jamás torturado. “Se ve que usted nunca se ha enfrentado al terror”, espeta Haydée y sabemos que el fantasma del hermano la ronda. Si el poder no se defiende, sería como “dejar morir de veras a Abel”.

Sigue el juicio. Que Vargas Llosa aceptara en 1967 el premio Rómulo Gallegos –que luego el chavismo secuestró– fue un insulto. Debió haber entregado el dinero al Che Guevara para sus guerrillas, una recomendación que La Habana le hizo. “Le fue más importante comprar una casa que solidarizarse en un momento decisivo con la hazaña del Che”. Luego: Vargas Llosa es culpable por la muerte de Guevara ese mismo año.

La funcionaria pide inmolación –como el Che, como los vietnamitas, como Abel– y eso obtendrá, pero no de Vargas Llosa

El tono sigue subiendo. Sus opiniones sobre la posición de Fidel ante la invasión soviética a Checoslovaquia son “ridículas”; acudir a una universidad estadounidense es pecado; no ir a La Habana cuando se le invita también; a Vargas Llosa solo le queda “arrepentirse” por ser “la viva imagen del escritor colonizado, despreciador de nuestros pueblos, vanidoso, confiado en que escribir bien no solo hace perdonar actuar mal, sino que permite enjuiciar a todo un proceso grandioso como la Revolución cubana”.

Haydée finaliza con un viva la muerte: pide inmolación –como el Che, como los vietnamitas, como Abel– y eso obtendrá, pero no de Vargas Llosa. Después de toda una vida “con los fusibles disparados y tirando cañonazos a la redonda”, se mató a la manera ortodoxa. La bala que salió del revólver de Chibás traza un hilo de sangre que llega hasta Dorticós, pasando por ella. Abel y Celia, sus hijos con Armando Hart, tuvieron también una muerte prematura, en un accidente ocurrido en 2008. Fidel Castro los sobrevivió a todos. Vargas Llosa también.

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