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Razones y sinrazones en torno al diálogo político

Quienes criticaron el encuentro entre Barack Obama y Raúl Castro guardan silencio ante el acercamiento entre Donald Trump y Kim Jong-un

El brevísimo lapso que medió entre el inicio de la política de flexibilización del presidente Obama y su salida del poder no marcó un giro significativo en la política cubana pero sí minó el discurso 'antiyanqui' del castrismo. (EFE)
Miriam Celaya

16 de marzo 2018 - 20:47

La Habana/Cuando en diciembre de 2014 el entonces presidente estadounidense, Barack Obama, y el general-presidente Raúl Castro anunciaron sorpresivamente el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países, las reacciones a ambos lados del estrecho de la Florida no se hicieron esperar.

Como suele suceder con los asuntos políticos cubanos, se produjo una fuerte polarización entre quienes se manifestaban a favor del diálogo como vía para encontrar una solución al conflicto, que a la postre podría implicar beneficios para los cubanos de ambas orillas y en particular para los del interior de la Isla, y los intransigentes de siempre, que consideraban el hecho como una concesión inmerecida a la dictadura de los Castro y como una traición a los anhelos de democracia de miles de compatriotas que durante décadas habían sufrido acoso, cárcel, persecución y exilio por su lucha contra el totalitarismo.

Vale aclarar que los radicales obviaron oportunamente el pequeño detalle de que muchos integrantes de ese nutrido grupo de presos y perseguidos políticos estaban a favor del proceso de diálogo.

El cisma fue aún mayor en el seno de los grupos opositores. No hubo matices. De la noche a la mañana parecía haberse declarado una guerra: los grupos radicales no solo consideraron inaceptable el proceso de diálogo entre los dos gobiernos hasta entonces adversarios, sino que además etiquetaron despectivamente de "traidores" y "dialogueros" a los amplios sectores de la disidencia que consideraban la nueva política de la Casa Blanca como una estrategia más propicia para, gradualmente, empujar a los ansiados cambios al interior de Cuba.

Vale aclarar que los radicales obviaron oportunamente el pequeño detalle de que muchos integrantes de ese nutrido grupo de presos y perseguidos políticos estaban a favor del proceso de diálogo

El asunto devino parteaguas, donde los más rabiosos enemigos de la diplomacia –fieles a su índole violenta e intolerante– utilizaron la agresión verbal y en algunos casos hasta intentaron la agresión física contra los partidarios del diálogo, aunque estos últimos apenas estaban siendo consecuentes con el discurso pro-relaciones y anti-embargo que venían defendiendo por décadas.

El brevísimo lapso que medió entre el inicio de la política de flexibilización del presidente Obama y su salida del poder no marcó –y obviamente no podría haberlo hecho– un giro significativo en la política cubana, pero sí tuvo la virtud de minar el encartonado discurso antiyanqui del castrismo y dejar expuesta por completo la falta de voluntad política de la dictadura para aprovechar las medidas estadounidenses que, de permitirse tal como las concibió Obama, hubiesen significado una vía para la prosperidad de los cubanos, en particular del incipiente empresariado surgido bajo el tímido amago de las llamadas "reformas raulistas".

En todo caso, el "fracaso" de una política de acercamiento que no tuvo siquiera el tiempo suficiente para mostrar resultados –y es sabido que en materia de política el tiempo es una categoría de importancia capital–, no se debió a la supuesta ingenuidad del mandatario estadounidense sino a la inveterada tozudez y vocación totalitaria del castrismo. Si la dictadura respondió a la flexibilización del Norte con represión contra la disidencia y con la asfixia del sector privado, es una cuenta que no podemos pasar a Obama ni al restablecimiento de relaciones, tal como lo certifican las décadas de detenciones, encarcelamientos, fusilamientos y despotismo que campearon en Cuba so pretexto de la existencia del poderoso "enemigo externo", mucho antes de la era Obama.

Si la dictadura respondió a la flexibilización del Norte con represión contra la disidencia y con la asfixia del sector privado, es una cuenta que no podemos pasar a Obama

Y ya que de tiempo también se trata, vale recordar que, efectivamente, en aproximadamente año y medio tras el restablecimiento de relaciones entre Washington y La Habana las medidas estadounidenses de flexibilización permitieron la entrada a la Isla de miles de turistas de ese país, lo que incidió en discretos beneficios económicos, no solo para la industria turística de la castrocracia, sus comparsas nativos y sus asociados foráneos, sino también –para terror de los jerarcas verde olivo que se sintieron amenazados por la súbita pujanza de cubanos autónomos– para un considerable número de negocios privados, especialmente los dedicados al hospedaje y la gastronomía, los cuales a su vez generaron muchos empleos asociados a sus respectivos servicios.

El triunfo del republicano Donald Trump en las elecciones de noviembre de 2016 y su toma de poder el 20 de enero del siguiente año no solo puso fin a la breve era de diplomacia, sino que ha constituido un palmario retroceso en el acercamiento iniciado por su antecesor, para regocijo de los recalcitrantes enemigos del diálogo.

Un júbilo que, no obstante, no se justifica en la realidad, puesto que hasta el momento Trump no parece tener intenciones de hacer realidad las dos grandes demandas de los sectores más radicales, esto es: la ruptura de relaciones diplomáticas con el Gobierno cubano y el restablecimiento de la política de pies secos pies mojados, derogada por Obama pocos días antes de salir del poder.

Curiosamente, en este punto los fundamentalistas de ambas orillas se mantienen callados. Y en general, haga o no haga, Trump sigue siendo el incuestionable héroe de la fanaticada insular.

El silencio de los anti-dialogueros es más escandaloso estos días, cuando el soberbio Donald Trump ha declarado su intención de dialogar ni más ni menos que con el actual sátrapa norcoreano

Pero el silencio de los anti-dialogueros es más escandaloso estos días, cuando el soberbio Donald Trump ha declarado su intención de dialogar ni más ni menos que con el actual sátrapa norcoreano, el asesino en masa heredero del largo poder de la dinastía de los Kim. Y no es que necesariamente éste sea un error político de Trump. En cualquier caso es preferible resolver las diferencias con acuerdos y palabras antes que con misiles. Máxime si se trata de misiles nucleares.

Solo que, siguiendo la lógica aplicada al diálogo Obama-Castro, ¿acaso no estaría también este Presidente de la mayor potencia mundial "legitimando" a una miserable dictadura que reprime y asesina a su pueblo? ¿Dónde están los airados defensores de los derechos humanos a los que tanto ofende el diálogo entre EE UU y Cuba? ¿Será que algunos diálogos son "buenos" y otros "malos"? Y en este último caso, ¿quién es el árbitro que define el adjetivo adecuado en cada caso?

Por el momento, y hasta tanto demuestren lo contrario, todo indica que los exaltados trumpistas a ultranza de la oposición cubana, o bien se han quedado sin argumentos, o bien nunca los tuvieron muy claros. Quizás en realidad lo que entienden como "política" es apenas la visión reduccionista y sectaria propia de una bancada de los más apasionados hinchas de algún equipo deportivo. Y todavía hay algunos que se sienten líderes presidenciables por la democracia cubana futura. ¡Dios nos libre!

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