'Regreso a Ítaca' o la magia de la censura
La película, cuya exhibición se prohibió en el Festival de Cine Latinoamericano, apela a recursos manidos y lugares comunes
La Habana/El reencuentro de cinco amigos en una azotea de Centro Habana es el hilo conductor sobre el cual discurre el argumento de Regreso a Ítaca, la película francesa sobre temas cubanos, con guión de Leonardo Padura y dirección de Laurent Cantet.
El filme circula actualmente de manera underground entre los cinéfilos habaneros, precedido de la mejor presentación posible: la censura oficial que impidió su exhibición durante la más reciente edición del Festival de Cine Latinoamericano, celebrado en La Habana en diciembre de 2014. Sin embargo, Regreso a Ítaca ha sido presentada en la sala Charles Chaplin, en La Habana, en el marco de la Muestra de Cine Francés, que se celebrará durante todo el mes de mayo.
La película se ha convertido en el fenómeno cultural del momento, en buena medida por la “gracia” de la censura oficial, en un país donde la crítica directa o velada al sistema sigue constituyendo todo un acontecimiento, incluso cuando –como es el caso– apela a recursos manidos, lugares comunes y abundantes clichés.
El segundo elemento a su favor es la participación en el guión de Leonardo Padura, que en los últimos años se ha convertido en un escritor de moda dentro y fuera de Cuba, en especial desde el éxito de la que ha sido hasta ahora su novela más lograda, El hombre que amaba a los perros, un éxito editorial que ha desatado lo que se conoce en los corrillos literarios como “paduramanía”.
Casi todo el elenco del filme está compuesto por actores experimentados y muy conocidos, como Isabel Santos, Néstor Jiménez, Fernando Hechavarría y Jorge Perugorría, aunque hay que apuntar que no siempre salen airosos de los tropiezos que les imponen las fallas del guión y los encorsetamientos de los personajes que encarnan.
Por demás, Regreso a Ítaca no pasa de ser un filme mediocre que, quizás con la pretensión de presentar el drama de una generación nacida y crecida en el timo de medio siglo de la fracasada revolución socialista cubana, apenas logra una caricatura patética resumida en las historias de vida de cinco sujetos resentidos y frustrados que no representan ni de lejos el espíritu de su generación.
Argumento, ambientes, personajes y actuaciones resultan maniqueos y estereotipados hasta el punto de carecer de credibilidad y fuerza dramática. El guión resulta un tanto forzado y artificioso, además de apelar profusamente al facilismo de las groserías y la vulgaridad que para algunos han devenido “recurso de cubanidad” en el cine y la literatura. Diríase que los cubanos, con independencia del nivel de instrucción o educación que tengamos, no pudiésemos expresarnos más que con palabras soeces.
Tampoco alcanzan calado suficiente las historias de los personajes –encartonados, esquemáticos, carentes de matices y poco creíbles–, que no logran mover la fibra sensible del espectador ni trasmitirles sus conflictos personales, estableciéndose así un clima de extrañamiento entre actores y espectadores rayano con el rechazo.
Argumento, ambientes, personajes y actuaciones resultan maniqueos y estereotipados hasta el punto de carecer de credibilidad y fuerza dramática
Amadeo (encarnado por el actor Néstor Jiménez) es el motivo de esta reunión de amigos cincuentones. Es un escritor que 16 años atrás emigró a España forzado por cuestiones que sus amigos solo conocen cuando inicia el desenlace del filme.
Así, Amadeo decide quedarse en España durante un viaje de trabajo para no delatar a su amigo Rafa (actuado por Fernando Hechavarría), un pintor talentoso que ha sido hostigado y marginado debido a su falta de compromiso político con el sistema. Al momento del reencuentro, Rafa –que nunca ha logrado imponerse sobre el cerco de la censura oficial– se siente amargado por tener que sobrevivir pintando cuadros sin valor artístico para venderlos a los turistas, mientras Amadeo encarna al emigrado inadaptado que no ha podido volver a escribir desde que se marchó, y está resuelto a quedarse ahora en Cuba.
Tania (Isabel Santos) es una doctora especialista en oftalmología que en los años 90, durante la crisis del llamado Período Especial, autorizó la salida del país a sus hijos menores. Su decisión la sumió en una depresión que ella trata de superar apelando a los credos religiosos de origen africano, como se evidencia de la pulsera (“la mano de orula”) que lleva alrededor de su muñeca. Tania se debate en la duda de si actuó de manera correcta o no al alejar de sí a sus hijos.
Eddy (Jorge Perugorría), es dirigente en alguna empresa o “firma”. Es cínico, hedonista, oportunista, vividor, corrupto. Viaja con frecuencia, “anda en carro”, constantemente está recibiendo llamadas a su celular, llega a la escena con dos bolsas de compras y una botella de whisky, todo un signo de estatus. Es la viva imagen del simulador.
Aldo (Pedro Julio Díaz), un personaje y una actuación perfectamente olvidables, funge como anfitrión del encuentro. Es un ingeniero frustrado que se dedica a la fabricación artesanal de baterías para ganarse la vida a duras penas, razón por la cual su esposa lo abandonó para marcharse del país con un italiano. Aldo es un tipo resignado, conciliador, y –junto a su madre, con quien vive– constituye uno de los clichés más evidentes de la trama: el negro decente y bueno que vive pobremente en Centro Habana, en un ambiente promiscuo, rodeado de marginales que sacrifican cerdos en la azotea vecina, de parejas que discuten de viva voz de calle a balcón y de vecinos bonachones que informan a gritos cómo va el juego de béisbol que están mirando en la televisión.
Su madre es la negra bondadosa y buena consejera, con pañuelo en la cabeza, que cocina los frijoles negros más sabrosos que nadie quiere perderse y que humildemente sirve la mesa antes de retirarse. Un personaje escandalosamente prescindible.
No falta el recurso manido de los planos que muestran el malecón, la bahía, la Plaza de la Revolución y la cúpula del Capitolio como pruebas mudas que ubican la trama en La Habana, de la misma manera que hubiese podido hacerlo una escenografía pintada en cartón. Esto casi obliga a recordar –por contraste– la manera magistral en que Fernando Pérez maneja esos iconos del ambiente habanero en su filme Suite Habana, en donde más que escenarios, son coprotagonistas que transmiten el espíritu de los espacios citadinos.
qué razones habrán tenido los comisarios para censurar este pobre filme durante el pasado festival de cine de La Habana
En Regreso a Ítaca se respira la interpretación oblicua, condescendiente y folclórica de un equipo de realización cinematográfica foráneo y, como tal, ajeno a la realidad que quiere presentar. Por ello, al desconocer las interioridades de una comunidad tan compleja y variada como llena de matices, ofrece como resultado final una visión epidérmica y plana de esa realidad, desplegando como un toque de color local lo que en realidad constituye otro lamentable estereotipo.
La trama, en general, se aferra al pasado –que es realmente el único elemento común a todos los personajes–, apelando a la victimización, a la catarsis y a los conflictos forzados entre estos, mientras que el sistema sociopolítico cubano, reflejado fundamentalmente a través de los recuerdos de los personajes, es el villano invisible, el victimario, brotando en cada bocadillo, aunque solo en tercera persona del plural: “nos mandaron a la agricultura”, “nos hicieron ir a la zafra”, “nos llevaron a recoger tabaco en las escuelas al campo”, “no nos dejaban escuchar a los Beatles”, “nos jodieron la vida”, y otros de similar corte. Un “nos” evasivo, una especie de ente impersonal culpable que es a la vez el sistema y nadie, y que permite escurrir el bulto al dejar abierta la puerta de escapatoria.
Y como si faltaran pecas a este calamitoso accidente cinematográfico que es Regreso a Ítaca, también está una edición que rompe tanto los planos escénicos como los temporales y situacionales, de manera que en algunos pasajes el espectador asiste a un súbito y dramáticamente inútil apagón en la azotea, y a renglón seguido, como por arte de magia, los personajes conversan asomados a una Habana perfectamente iluminada. O bien se cierra una escena en la azotea y –sin transición– la siguiente se desarrolla en un comedor bajo techo, con los personajes sentados en torno a una mesa paladeando los incomparables frijoles negros de la madre de Aldo.
Si esta intención rupturista buscaba sorprender al espectador, en realidad solo consigue desconcertarlo.
En resumen, que cuando el desfile de créditos indica que Regreso a Ítaca (¡al fin!) ha terminado, el espectador puede sentir una extraña mezcla de alivio y decepción. Alivio, porque tendrá el convencimiento de que probablemente concluyeron los 90 minutos más desperdiciados de su vida. Decepción porque, cual los propios personajes de la historia, se sentirá profundamente estafado. Y hasta quizás, como me ocurrió a mí, se levante de su butaca preguntándose qué razones habrán tenido los comisarios para censurar este pobre filme durante el pasado festival de cine de La Habana.