Los nietos de la Revolución aspiran a una vida normal, sin utopía ni frustraciones
Guatemala/Este será un viaje por al menos tres etapas que ha vivido mi nación. Tres instantes en que los jóvenes amasaron esperanzas, recibieron frustraciones y emplearon su ingenio para sortear los obstáculos del camino. Sin esa energía renovadora y esa capacidad para desafiar lo establecido, muy probablemente hoy estaríamos mucho más hundidos en la falta de derechos, en la vigilancia y el control.
Ellos abrieron la ventana cuando la puerta estaba cerrada, pero el reto es cruzar el umbral de la libertad sin necesidad de subterfugios ni concesiones ideológicas.
De la primera generación que quiero hablarles es la de mi padre. Maquinista de trenes, militante del Partido Comunista, integrado al proceso político que llegó al poder en Cuba en enero de 1959. Él no pudo elegir, apenas siguió el cauce diseñado por otros que se parapetaron tras el nombre de la generación histórica y bajaron de las montañas, barbudos, jóvenes, poseedores de la esperanza en una era convulsa y memorable.
Mi padre era un niño en ese entonces y vio como todo el país a su alrededor daba un vuelco. La euforia se instaló en las calles, los himnos llenaron cada espacio y en las fotos de entonces sus contemporáneos se ven sonrientes y optimistas frente a la tribuna donde el Máximo Líder hablaba por horas, con el dedo índice extendido y desafiante. A la generación de mi padre le tocó las tareas heroicas, como la campaña de alfabetización y los trabajos voluntarios para catapultar al país a los máximos estándares de prosperidad y conocimiento.
Sin embargo, lo que más marcó a ese momento fue esa sensación de que se trabajaba para el futuro, de que todo el esfuerzo, el sacrificio y la entrega terminaría por construirle a sus hijos un mañana mejor. Eran jóvenes, querían divertirse y conocer, pero aceptaron ser conducidos y reducidos a la actitud de meros soldados, para que quienes llegaran después habitaran una Cuba más próspera y más libre.
Ellos abrieron la ventana cuando la puerta estaba cerrada, pero el reto es cruzar el umbral de la libertad sin necesidad de subterfugios ni concesiones ideológicas
En aras de alcanzar ese sueño, aquella generación aparcó en buena medida la rebeldía propia de la edad, aceptó una doctrina ajena, tan lejana como el marxismo leninismo, y ofrendó sus mejores años en el altar de la historia. Ninguna entrega era suficiente, así que el Gobierno les pidió más sacrificio, menos individualismo y sobre todo, ninguna queja.
Sus nombres fueron los primeros en inscribirse en la llamada libreta de productos racionados, que distribuía entre los cubanos una idéntica cantidad de alimentos o productos industriales, para evitar las diferencias sociales y la aparición de aquella satanizada clase media que el régimen de Fidel Castro había borrado a golpe de confiscaciones, estigmatización y exilio.
Mi padre solo pudo optar por el ateísmo en una Cuba donde las familias escondieron al fondo del cuarto los cuadros con el Sagrado Corazón de Jesús, evitaron siquiera decir "gracias a Dios" y pospusieron por varias décadas la posibilidad de celebrar las Navidades. Para la ideología imperante, la religión no solo era el opio de los pueblos, sino que dotaba al individuo de un mundo espiritual al que el Partido no tenía acceso. Cuando los cubanos se escapaban en un rezo, en una plegaria, los burócratas y los teóricos materialistas perdían ascendencia sobre ellos.
En cada formulario que debían rellenar para entrar a un centro de estudios o un nuevo empleo estaba aquella pregunta sobre sus creencias religiosas. Muchos tapaban el crucifijo debajo de la camisa, enfatizaban que eran "compañeros confiables" y marcaban que "no"... que no creían en otra cosa que no fuera la Revolución, su líder y su Partido. De esa y otras maneras se sentaron las bases de la doble moral que hoy recorre la sociedad cubana.
Fueron esos cubanos, que llegaron a la juventud un par de lustros después de enero de 1959, quienes engrosaron las filas de soldados que partieron para las guerras internacionalistas en la lejana África. No lo sabían, pero eran solo carne de cañón, "soldaditos de juguete" que la Unión Soviética desplegaba a su antojo en el convulso escenario bélico de la Guerra Fría. Miles enloquecieron, murieron y lloraron en aquellas latitudes, sin comprender muy bien qué hacía la gente de nuestra Isla metida en semejante contienda.
Pero también fueron aquellos jóvenes de antaño lo que más tuvieron que decir "adiós" a muchos parientes que se vieron obligados a emigrar por Camarioca o el puerto de Mariel. Muchos de ellos, imberbes y azorados, fueron usados como tropa de choque para gritarle a sus propios familiares aquella consigna oficial que enfrentaba a cubanos contra cubanos y en la que se pedía "que se vaya la escoria, que se vaya".
Todos sabíamos, en aquella Cuba de los años setenta y ochenta, cómo se vestiría o qué comería nuestro colega de aula, porque era exactamente, y como una copia al carbón, lo mismo que comeríamos y vestiríamos nosotros
Uniformados, con cortes de pelo a lo militar y optimistas del futuro, estos jóvenes comenzaron a tener sus propios hijos, a los que amamantaron con la creencia de que habitarían la utopía, la absoluta igualdad para todos y la felicidad. Era mi generación, que se encontraría al llegar al mundo todo decidido y programado.
Nací en medio de la más absoluta sovietización de la realidad cubana. Los reyes magos, las aceitunas y la privacidad solo eran recuerdos de un pasado que no debía volver. Éramos el hombre nuevo que no conocía el capitalismo, la explotación del hombre por el hombre, el mercado, la ley de la oferta y la demanda, el respeto a la intimidad y, claro está, tampoco conocía la libertad...
Todos sabíamos, en aquella Cuba de los años setenta y ochenta, cómo se vestiría o qué comería nuestro colega de aula, porque era exactamente, y como una copia al carbón, lo mismo que comeríamos y vestiríamos nosotros. Usar la primera persona del singular, "yo", pasó a ser un problema. Así que hablábamos como "nosotros", nos tratábamos de compañeros y proyectábamos sueños colectivos y ansias de pelotón.
Con ese concepto de "masa" que debía ser manejada desde arriba, mi generación se fue a las escuelas al campo. Un laboratorio social y docente donde se nos haría cubanos más entregados a la causa, gente desinteresada de todo lo material y dispuesta en cualquier momento a cambiar los libros escolares por el fusil, si a la patria –o al menos a esos que se hacían llamar la patria– les hubiera hecho falta.
Sin embargo, el ser humano en un entorno de exceso de adoctrinamiento siempre reserva un trozo de sí mismo donde no se escucha la algarabía del poder y donde ninguna ideología tiene acceso. Ese reducto, defendido con máscaras de complacencia y escondido de los colegas, los parientes o los vecinos que pudieran denunciarlo, fue el refugio de muchos de nuestra generación.
Ellos, desde el poder nos prometían la utopía, pero nosotros queríamos disfrutar el presente
Ellos, desde el poder nos prometían la utopía, pero nosotros queríamos disfrutar el presente. Así que fingimos obedecer mientras incubábamos la rebeldía. Repetíamos las consignas con automatismo y minutos después ya habíamos olvidado aquellos gritos. Aprendimos a mentir, a colgarnos la máscara, a aplaudir sin deseos y a prometer fidelidad eterna cuando en el interior solo quedaba apatía y duda. En resumen: aprendimos a sobrevivir.
Llegamos a la pubertad y el Muro de Berlín se cayó. No éramos nosotros los que blandíamos aquellos cinceles ni aquellos martillos que derribaron el símbolo de una época, pero cada golpe sobre la piedra retumbó en nuestras cabezas. Mi padre lloró por aquella Alemania comunista que conoció en un viaje que ganó como trabajador vanguardia, diseñado para que conociera el futuro. Pero mi generación sentía un cosquilleo, una satisfacción... nuestro telón de azúcar también podía caer.
Con el congreso del Partido Comunista en 1991, en el que se aceptó que los religiosos pudieran formar parte de la única organización política permitida en el país, vimos como nuestros padres sacaban los viejos escapularios escondidos.
También llegó el hambre, ese ardor en el estómago que no deja pensar en nada más. Con la implosión de la Unión Soviética y del "campo socialista", Cuba perdió los subsidios y el "comercio justo entre los pueblos" que la había mantenido a flote durante décadas. Aquella moneda con la que habían comprado nuestra fidelidad, aquel campo gravitacional que nos hacía orbitar alrededor del Kremlin, se desvaneció.
Nos dimos de bruces contra nuestra propia realidad. Era dura, triste, sin expectativas. En nada se parecía a aquellas proyecciones de futuro con las que mi padre me dormía cuando era niña. Su generación nos había heredado una doctrina moribunda y nos tocaba a nosotros la pesada tarea de enterrarla.
La crisis de los balseros que estalló en agosto de 1994 fue una de las tantas maneras que encontraron mis contemporáneos de sepultar aquel espejismo. No lo hicimos enfrentándonos al poder en una plaza pública, ni derribando los muros de control que nos rodeaban. Una buena parte de los cubanos prefirió el mar, las olas y las precarias embarcaciones como un camino para escapar.
En el Malecón habanero, se les veía armar juntos la balsa de la desilusión a quienes tenían la edad de mi padre y a los nuevos retoños, lozanos y jóvenes, pero frustrados. Partieron, les dijimos otra vez adiós y comenzó el cinismo, la nada, la etapa de no creer, de no ilusionarse pero también de no rebelarse. Llegamos a ese momento de la historia nacional que puede ser bautizado como el "sálvese quien pueda".
Entre el sonido que hacían los remos de las balsas que partían hacia el estrecho de Florida y la testarudez del poder que seguía llamándonos a resistir las vicisitudes económicas, mi generación se inició en la dura tarea de ser padres. Los que llegaban al mundo eran los bebés del desencanto: los nietos de los que maldecían haber entregado sus mejores años a un proyecto fallido y los hijos de una generación que debió haber sido "el hombre nuevo" y ni siquiera llegó a ser un "hombre bueno".
No se les puede pedir mucho y, sin embargo, estos jóvenes de hoy han sido mejores que nosotros. La generación de mi hijo, que ya tiene 21 años, mamó de nuestro descreimiento, nos escuchó blasfemar frente a la televisión nacional, comprar en el mercado negro, escaparnos subrepticiamente de las marchas públicas y desear –en voz baja– que el futuro no fuera lo que habían soñado nuestros padres. Porque ya habíamos comprendido que aquella era una jaula de oro en la que otros habían planificado encerrarnos.
Con cierto toque de indiferencia y moviendo los hombros en ese gesto tan cubano que quiere decir traducido al lenguaje verbal "¿Y a mí qué me importa?", la nueva generación de jóvenes está desmontando lo que queda del sistema cubano. Lo hace sin gestos heroicos, casi se podría decir que con cierto desgano y un toque de indiferencia. Nada de lo que digan desde la tribuna oficial les toca el corazón, ni siquiera les infunde miedo.
La generación de mi hijo mamó de nuestro descreimiento, nos escuchó blasfemar frente a la televisión nacional, comprar en el mercado negro y desear que el futuro no fuera lo que habían soñado nuestros padres
A diferencia de quienes los antecedieron, los cubanos que hoy tienen menos de 25 años no conocieron la libreta de productos industriales del mercado racionado, donde debían comprar un único pantalón o una camisa al año. Apenas recuerdan haber escuchado un discurso de Fidel Castro y no han tenido que acumular méritos ideológicos o laborales para poder comprarse un electrodoméstico.
En lugar de eso, viven en una Isla donde solo es válido el dinero real, al que se llega haciendo todo lo contrario de lo que una vez tuvo que hacer mi padre para tener un refrigerador, y donde el mercado negro se ha colado en todas las esferas de la vida.
Casi desde niños, estos cubanos del tercer milenio están pegados al teclado de una computadora. Sus padres compraron los primeros ordenadores y laptops en el mercado ilegal. Sus primeros kilobytes y los videojuegos les han llegado desde las redes alternativas de distribución y representan todo lo contrario de la ideología que les imparten en sus escuelas.
Con un corte de pelo inspirado en los mangas japoneses, en las figuras de la farándula internacional o en la rebeldía, pueblan hoy nuestras calles.
La generación de mi hijo no busca revoluciones porque ya sabe lo que ocasionan. Han aprendido a desconfiar, por naturaleza, de los discursos al estilo de Robin Hood que sabe robar a los ricos y repartir el botín entre los pobres pero jamás ha aprendido a generar riquezas, a hacer una nación próspera y de oportunidades como una vez prometió ese forajido bajado de las montañas, con barba y uniforme verde olivo.
Hoy se les ve, con una apariencia y unos sueños similares a cualquier joven alemán, inglés, guatemalteco. Miran con el desdén necesario hacia atrás y con cierta confianza en que el futuro no será como predijeron los libros de ciencia ficción del siglo veinte, pero tampoco como vaticinaron las ideologías totalitarias. Creen que al menos será un tiempo más humano y plural, más libre.
Cuando alguien les dice que el castrismo llegó para quedarse y que Cuba nunca volverá a su cauce democrático –imperfecto y riesgoso, como el de toda nación–, estos cubanos que habitan hoy la Isla sonríen y recuerdan a aquellos impetuosos jóvenes que impulsaron los cambios en la lejana Unión Soviética. Se dicen a sí mismos, como aquellos, que no importa que la generación histórica tenga el poder, ellos –frescos y descreídos– tienen el tiempo.
La generación de mi hijo no busca revoluciones porque ya sabe lo que ocasionan
Crecen, van al gimnasio, escuchan música pirateada como en cualquier esquina del planeta, aman, se hacen selfies, intentan compartir su vida en la red de redes a pesar de que siguen habitando un país donde el oficialismo teme a la información. En fin, se hacen veinteañeros cuando Fidel Castro se convierte en nonagenario. Ellos pertenecen al siglo veintiuno, pero el viejo caudillo se ha quedado prisionero del siglo veinte.
Estos nietos de la generación del sacrificio e hijos de la generación de la utopía son quienes nutren mayoritariamente, en estos momentos, la emigración que atraviesa Centroamérica. Sufren, mueren y se dejan llevar por las manos de los coyotes mientras escapan del país que a estas alturas ya debía ser ese paraíso que una vez le prometieron sus mayores.
En estos jóvenes de hoy está el futuro. Lo harán a su manera. Sin escuchar los consejos de sus padres. ¿Quién ha visto que con menos de 30 años se siga la ruta trazada por otros? Sobre todo cuando esos que los antecedieron se equivocaron tanto. Son los nietos y los hijos de una quimera. Vienen con el necesario pragmatismo del olvido y con el indulgente bálsamo del perdón. Ellos habitarán una Cuba que nunca previmos, ni supimos lograr. Un país, finalmente, donde quepamos todos.
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Nota de la Redacción: Conferencia pronunciada el 6 de octubre por Yoani Sánchez en el auditorio Juan Bautista Gutierrez de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala.