Cada revólver hace su propia música
El periodismo sigue siendo una profesión espinosa, intolerable para muchos, y cada vez más necesitada de vocación y disciplina
Salamanca/No hay que ser corresponsal de guerra para, en este oficio, tropezar con intransigentes, pistoleros, ofendidos, dictadores íntimos y matones de alquiler. Te amenazan por activa y por pasiva, en la tribuna o con una postal de cumpleaños, te niegan el saludo y dan por zanjada la amistad que uno nunca ofreció.
Todo es parte del trabajo y quien se queja es porque nunca supo a lo que venía. El periodismo, la página de opinión, la investigación, el diálogo más o menos cuerdo, la ficción incluso, hace rato que incomodan. Y el incomodado, si antes era un animal inofensivo y parlante, asume su forma llana, la de bravucón irracional o boxeador de insultos.
Son perros que ladran y, si uno se deja, muerden, encueran y azotan. No hay límites cuando se ha expuesto lo que hay, sin apasionamientos ni militancias. En un entorno como el nuestro –al cual se suma también la maraña de exiliados que vagamos por el mundo– lo único que no se perdona es que un comentario sea objetivo y sereno.
La propaganda y el chanchullo son los estilos predilectos del reportero cubano, y encuentran siempre su público. El manual exige tener las lealtades bien claras. Un bando debe dinamitar la credibilidad y la reputación del otro, no se debe escatimar en chismes y apelativos, sin sentimentalismo o exaltación lacrimógena no hay material que entretenga.
No es lo mismo un diario o una revista seria, que sepa ganarse el pan, que el último folletín de chismes o el gigoló que se las da de cronista
Hay que matizar, claro. Como decía el áspero Clint Eastwood, poncho al hombro y tabaco en la comisura de la boca: "Cada revólver hace su propia música". No es lo mismo un diario o una revista seria, que sepa ganarse el pan, que el último folletín de chismes o el gigoló que se las da de cronista.
En todo entra el respeto que uno tenga por la verdad, el idioma y el oficio. Esos tres puntales lo mantienen a uno disciplinado cuando lo acosan la ideología, la ambigüedad, la improvisación, los ladridos y la presión del ambiente.
Hay toda una escuela –dentro y fuera de Cuba– que educa en la obediencia a las normas más obtusas de la corrección política y recomienda que uno no se meta en camisas de once varas. Alguna vez me destriparon un artículo por no pasar la censura de las matronas editoriales; otra, espetaron que mi texto generaría una polémica demasiado espinosa. Hay quien se amilana cuando lo citan en un diario opositor, o pide que lo llamen a una hora en que no está en casa. Y, desde luego, está quien entrega información de buen grado y luego –por arrepentimiento o por maldad– afirma que se le engañó vilmente.
Pero lo peor, quizás, es el presupuesto –heredado, cómo no, de vivir tanto tiempo bajo un régimen autoritario– de que un periodista independiente tiene que defender a ultranza una postura ideológica, un líder de turno o un partido. Es muy molesto el prejuicio de que tal o más cual frontera le impone al reportero su visión del mundo.
Disentir del Gobierno actual no me sitúa automáticamente con el resto de los opositores. La vida es más compleja y extraña que un programa o una declaración
Disentir del Gobierno actual no me sitúa automáticamente con el resto de los opositores. La vida es más compleja y extraña que un programa o una declaración. Me aburren los desfiles comunistas tanto como el cubaneo aguerrido y chusma. Son dos extremos del mismo mal, el despiste de quien necesita un catecismo, unas instrucciones que le digan qué pensar.
Lo más triste es que los veo venir. Un día, en ese país tan adolorido, habrá democracia, libertad de prensa y tal. Y los que hoy demandan una posición maniquea del periodista, exigirán mañana fidelidad como si hablaran con el viejo aparato de prensa socialista. Y por supuesto, habrá quien resbale dulcemente en ese cenagal.
Pero conmigo no cuenten, lo dije una vez. Cuando acabe todo esto, conservaré mi licencia para molestar, como un viejo espía británico, porque en el fondo sabemos que nos volverá a hacer falta. Hemos soportado a demasiados idiotas –y los que faltan– y visto de qué pata cojea cada quien en el momento duro, como para dar por solventada la cuestión.
No es que se vuelva uno incrédulo del todo, ni tampoco un rencoroso patológico, pero sí más amargo, menos hablador y algo desconfiado. Al fin y al cabo, de qué sirve una profesión que no le curte a uno el pellejo. El periodista llega a aprender bien la regla de Alec Guinness, nuestro hombre en esa Habana que se perdió: "En nuestro oficio es esencial que enterremos el pasado rápidamente, y con firmeza".
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