El ron, el humo y el dragón

En un mundo como el de hoy, el zen desarma al ateo y al fanático religioso, al ignorante y al filósofo, al indio o al cubano

Imagen de una estatua de Buda tomada en India y perteneciente al archivo personal del autor.
Imagen de una estatua de Buda tomada en India. / Lena Balboa
Xavier Carbonell

23 de marzo 2025 - 08:28

Salamanca/La historia que quiero contar necesitaría más de una página. Aunque, si fuera fiel a sí misma, le bastaría una oración. Estamos en abril o mayo de 2020, en una residencia para estudiantes en la India. El mundo está paralizado por la pandemia y yo –barba rala, espejuelos, sudor– miro el vaivén de las vacas en la carretera. Libres, flacuchas, meneando su divinidad de norte a sur, no quieren conversar conmigo.

De los cinco tabaquitos que traje de Cuba, solo me queda uno. Decido gastarlo esa noche, con el fondaje de una botella de Old Monk, un ron quebrantahuesos. Todos se han ido. Quedan –si no son producto de mi imaginación– dos o tres mexicanos, unos curas apócrifos y Amal. Hablar con mexicanos puede ser tan peligroso como hablar con las mamíferas cornudas, así que opto por Amal.

Aquí a nadie le importa ya vestirse o afeitarse, pero Amal mantiene su pulcritud. Plancha sus camisas, bebe café, medita, se perfila el bigote. Amal –Amalraj– es un perfecto anciano indio. Viene del sur, fue jesuita, se casó, lo ha vivido todo. Un antepasado suyo cultivó tabaco y eso ya es un tema de conversación. La posibilidad de que venga el apocalipsis y que yo solo posea la miniatura de un Montecristo para sobrevivir me desvela. Mi interlocutor, comprensivo, asiente con esa sonrisa búdica tan suya.

Casi todas las definiciones del zen expresan lo que el zen no es. Eso es bueno

No sé cómo –quizás partiéndonos la cabeza para buscar un método alternativo de meditación que sustituyera al fumatorio– empezamos a hablar del zen. Casi todas las definiciones del zen expresan lo que el zen no es. Eso es bueno. Para explicar lo que el zen representa para mí tendríamos que hacer otro flashback de al menos quince años, cuando desempolvé en un librero parroquial un libro que se llamaba Vacío y plenitud. Ahora tengo conmigo, en España, el mismo ejemplar manchado por la humedad.

El autor de ese libro se convirtió para mí en una criatura mitológica. Había nacido en Birmania en 1936 –yo lo di por muerto, claro– y su familia había escapado de una masacre al comenzar la Segunda Guerra Mundial. Se llamaba Arul Arokiasamy pero, como todo el mundo en la India, tenía un diminutivo de cariño: Ama Samy. Los padres eran hindúes, lo educó un abuelo musulmán, que no obstante practicaba el yoga. Él acabó haciéndose jesuita.

Pero mi buda de bolsillo no se conformaba con la Compañía. Pidió permiso a su superior para vivir un tiempo como mendigo, cosa que en ese país no es precisamente un bailable. Las zonas rurales que comenzó a frecuentar –yo luego las conocería de primera mano– eran su entorno natural, pero esa vida no era lo que estaba buscando. Vivió como ermitaño. Tampoco resultó.

Entra en escena Yamada Koun Roshi, un maestro japonés que no exigirá de nosotros un tercer flashback pero que es muy importante para esta historia. Ama Samy encuentra en él a su guía, se convierte en maestro zen y devuelve esa vieja práctica a la India, donde nació para luego expandirse por China y tomar su forma más conocida en Japón. “Forma no es sino vacío, vacío no es sino forma. En el vacío no hay ojo, ni oído, ni nariz, ni lengua, ni cuerpo, ni mente, ni color, ni tono, ni gusto”. ¿Qué quería decir eso? No tenía la menor idea, pero me fascinaba.

Impresionado por esta historia, yo me sentaba a meditar “abismado en profunda sabiduría perfecta”, como dice el famoso sutra. El zen no era eso tampoco, pero tuve que esperar más de una década para acercarme con cabeza a esas preguntas, y casi otra más para tomármelas en serio.

Bueno, dijo Amal, yo conozco bien a Ama Samy. La declaración me desconcertó. Era lógico: ambos habían sido jesuitas, ambos eran del sur. Ama Samy había sido su maestro de novicios y seguían en contacto. ¿Pero está vivo? Está vivo, contestó Amal. En las montañas de Kodaikanal, en el estado de Tamil Nadu, había levantado un zendo –una escuela zen– y allí enseñaba. ¿Quieres hablar con él?, preguntó.

Han pasado cinco años más y el zen me sigue pareciendo una forma muy libre y lúcida de ser uno mismo

Días después hablé por teléfono con Ama Samy, a quien yo no solo creía muerto, sino instalado en el reino perfecto de los budas. La conversación fue sencilla. No sé de qué hablamos. Me acuerdo de su voz, la voz de un hombre de más de 80 años, muy nítida. El episodio no tiene nada de extraordinario. No hubo ningún comentario iluminador ni la más mínima epifanía. Mejor así.

Al colgar, yo seguía preocupado por mi pobre reserva de puros. Amal seguía sorbiendo su té. Ama Samy quién sabe lo que haría. En un mundo como el de hoy, o como el de cualquier época, el zen desarma al ateo y al fanático religioso, al cura y al laico, al que tiene esperanzas de algo y al que ya lo perdió todo, al estresado y al pacífico, al ignorante y al filósofo, al indio o al cubano, por exótico que parezca el choque. No es terapia ni religión, es vacío.

Han pasado cinco años más y el zen me sigue pareciendo una forma muy libre y lúcida de ser uno mismo. Pero qué es uno mismo, preguntarían los maliciosos monjes zen. ¿Y qué es uno? ¿Y qué es mismo? ¿Y qué es? ¿Y qué? Con esas preguntas, lanzadas en la oscuridad por el dragón viviente, el monstruo sabio que no se dejará atrapar nunca, gasté mi último purito y llegué, si no al fondo de las cosas, al de mi botella de Old Monk.

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