Salí de casa una noche aventurera

Naufragios

Cuba sigue en las mismas este fin de año y, según el diagnóstico de Dr. House, así seguirá, porque la gente nunca cambia

'Chicharrón y frijoles negros', óleo sobre lienzo de Roberto Fabelo, pintado en 2016.
'Chicharrón y frijoles negros', óleo sobre lienzo de Roberto Fabelo, pintado en 2016. / Fabelo Studios
Xavier Carbonell

29 de diciembre 2024 - 13:07

Salamanca/Si a usted le dan a elegir entre quedarse en su casa y ver Dr. House –en especial ese capítulo en el que Wilson le pide que no confunda la medicina con la metafísica y él responde que da lo mismo, porque la verdad es la verdad– o visitar un lugar, aunque sea el más inocente, relacionado con Cuba, elija siempre lo primero. Y no solo porque la filosofía de House es siempre mejor que el nacionalismo o la nostalgia, sino porque todo lo que tiene que ver con ese país es cansón o histórico o trascendental. Aún más si es fin de año, cuando todo acto huele a resumen, a compendio de lo vivido y anuncio del porvenir.

Pero toca la casualidad de que uno elige ambas cosas, y con la promesa de volver al televisor a medianoche –té o tabaco en mano–, se sumerge en el frío salmantino, cero grados mientras escribo para información del lector, y vence el kilometraje que lo separa del Domus Artium, el monstruoso recinto que guarda la colección de arte cubano de Luciano Méndez.

Méndez, viejo banquero nacido en Salamanca, es uno de los coleccionistas más silenciosos y célebres de obras cubanas. Dinero más voluntad más contactos. Residencia –creo– en La Habana. Más de 600 piezas conservadas, a juzgar por la explicación de la pundonorosa recepcionista del Domus Artium, en bóvedas más seguras que el búnker de Winston Churchill. De ellas, el trabajo de varios pintores contemporáneos está en exposición hasta febrero. Aprovecha, muchacho, susurra sobre mi hombro un diablito o un cemí. 

Deliciosamente turística, calidísima, la guía da lo mejor de sí para que los hermanos europeos saboreen la salsita del trópico

Pues heme aquí, ocho de la noche, a punto de iniciar un recorrido. Me acompaña mi mujer y, juntos pero no revueltos, una alemana larga que se parece a Tilda Swinton, una pareja de universitarios –diría que con cara de fumados si no fuera un cliché–, dos amas de casa francesas y la guía, cubana por cierto. Promete ser una experiencia inmersiva, así que me alejo en lo posible del variopinto grupo.

Deliciosamente turística, calidísima –¿mencioné que ya estamos a menos un grado?– la guía da lo mejor de sí para que los hermanos europeos saboreen la salsita del trópico. El exceso de metáforas marineras –la exposición se llama Bitácora de una travesía inconclusa– deja frías a Swinton y compañía, que pronto se dispersan y contemplan los cuadros, girando el cuello con la elasticidad de un poseso.

Tanta solemnidad me abruma y empiezo a ver la exposición desde el final hasta la primera sala. Si la travesía es inconclusa, si la bitácora está incompleta, si el marinero es el nombre elegante del balsero, no tendré problemas. Grave error. Por mi imprudencia, me asalta en primer lugar Fabelo. Fabelo es a la pintura lo que Padura a la literatura. Ya no nos sorprenden pero nos gusta tenerlos a mano, en la pared, la ducha o el librero, para insultarlos mejor.

Por su vocación ornamental y por lo bien que queda en un posavasos o una cortina, Fabelo es un gran favorito de los coleccionistas

Por su vocación ornamental y por lo bien que queda en un posavasos o una cortina, Fabelo es un gran favorito de los coleccionistas. La guía le explica a los sobrevivientes que el maestro no solo es un prodigio modelando tetas –estamos ante un gran observador mamario–, sino que trabaja con objetos cotidianos del país, y que esa cafetera renegrida, ese caldero céltico, ese tenedor desdentado, pertenecen en verdad a las familias de esa civilización aborigen. Yo me asombro, porque los trastos de Fabelo gozan de mejor salud que los utensilios de cualquier casa cubana.

Encuentro las colas megalíticas de Alejandro Gómez Cangas. Colas que meten miedo, colas que confirman lo que ya sabíamos: hasta después de muertos los cubanos hacemos cola. Rostros sin rostro, chancletas rotas, las sempiternas jabas. Dan ganas de pedir el último, pero llegamos a los cuadros de Sosabravo. Me quedo hechizado mirando el añil transparente de La soprano calva –la muerte, según Cabrera Infante– y paso por Sandra Ramos, Daniela Águila, las fotos de Roberto Chile, ese Landaluze del castrismo, y Manuel Mendive.

Siempre me he preguntado para qué un país que tiene a Belkis Ayón necesita a Manuel Mendive, y si el Diablo no nos permitiría el truco metafísico de intercambiarlo a él por ella. En el más allá cubano, Belkis es la reina y Mendive, si acaso, un monaguillo. Pero, para gustos, los orishas y las sikanes.

En Cuba los artistas tienen que expresarse en alegorías, dice, porque puede haber censura

Ante El deshielo, de Elizabeth Cerviño, la guía se detiene. Absorta frente al lienzo, sin ahorrar categorías, explica el calibre ideológico del cuadro y su dimensión histórica. En Cuba los artistas tienen que expresarse en alegorías, dice, porque puede haber censura. Tilda Swinton, hasta ahora muerta viviente, se despabila. “Das darf doch nicht wahr sein!”, exclama aproximadamente, “y los artistas críticos, ¿pueden volver a su país?”. “¡Cómo no!”, responde la guía. “Mientras no ataques frontalmente al Gobierno puedes volver, claro”.

Mein Gott, pienso y me esfumo. Chao, Chano, y gracias por los cuadros. Con ciudadanos así quién necesita a la contrainteligencia. Dice Dr. House que todo el mundo miente y ojalá tenga razón. También dice que la verdad es la verdad, y que la idea de nación es una de las más estúpidas y peligrosas que ha elaborado el ser humano.

Ya es fin de año y todo acto huele a resumen, a compendio de lo vivido y anuncio del porvenir. Cuba sigue en las mismas y, según el diagnóstico de House, así seguirá, porque la gente nunca cambia. O el cambio es lento y a veces no alcanza la vida para verlo. La esperanza es un narcótico que mi generación, a diferencia de las anteriores, nunca fumó. Vuelvo a casa y me descongelo. Mi pequeño deshielo. ¿Hay más patria que este sofá?

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