Titivillus in culpa est

La mayoría de los que se dedican a la edición lo hacen para ganarse el pan y no por vocación, ¿pero cómo puede la paranoia ser una vocación?

El diablo con un cono de helado en la catedral de Salamanca, una figura anacrónica añadida en la restauración de 1991
El diablo con un cono de helado en la catedral de Salamanca, una figura anacrónica añadida en la restauración de 1991 / Xavier Carbonell
Xavier Carbonell

30 de junio 2024 - 20:45

Salamanca/Burgos, la ciudad donde están enterrados El Cid y Miguelón, está a dos horas y media en tren de Salamanca. Es un lugar frío. Para disfrutarlo bien hay que comerse unas alubias bien calientes en alguna de las fondas de la calle San Lorenzo, no sin antes devorar a toda prisa un par de cojonudas –pan, morcilla, pimiento y huevo de codorniz–. Así apertrechado y con bufanda, uno debe ir al Museo de la Evolución Humana, donde hay restos humanos de hace más de 400.000 años. La vida cambia después de ver el pedrusco afilado que ahora se llama Excálibur o la pelvis Elvis, ambos milenarios.

Cumplido ese trámite, se sigue el curso del río Arlanzón hasta el monasterio de Las Huelgas. Hay monjas viviendo allí desde el siglo XI. Monjas muy poderosas, que solían ser dueñas de buena parte de las tierras que rodean al convento. El rey tenía que viajar a una de sus capillas, donde un curioso autómata que representa al apóstol Santiago blandía una espada para nombrarlo caballero. Para ganar algo de dinero, las religiosas abrieron parte del monasterio a los visitantes. El piso es de roble, las tumbas blancas y en un cuarto cuelga un enorme estandarte musulmán –se supone que es el que usaron los árabes en la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212–. En una de las galerías, con poca luz, está el cuadro con el personaje que estoy buscando.

A Titivilo hay que imaginárselo como un gato que merodea por el 'scriptorium', moja las patas en tinta y trepa a la mesa donde trabajan los monjes

Patas negras y peludas, calzones ajustados, jorobado, sin camisa, con un fardo de libros sobre el lomo, no tiene alas pero conserva los cuernos. Es narizón, sonríe o hace muecas. Es Titivilo, el demonio de los editores, escritores, bibliotecarios y otros cuyo oficio es el papel. A su lado, un diablo con alas enanas y pegadas a los brazos, que le dan aspecto de rumbero. Ambos intentan atormentar a las monjas y a la familia real, protegidos por el manto de la Virgen. Es una de las pocas veces que Titivilo, cabrón invisible, se ha dejado atrapar.

A Titivilo hay que imaginárselo como un gato que merodea por el scriptorium, moja las patas en tinta y trepa a la mesa donde trabajan los monjes. Hoy, el mismo animal travieso tropieza con los bolígrafos y lápices bicolores –crucifijos contra la errata–, pasa la cola por el teclado e introduce programas malignos en el corrector de la computadora. Titivillus in culpa est, alegaba el monje cuando el manuscrito tenía errores, y la excusa ha pasado de generación en generación, hasta los editores actuales.

Nunca se tendrá suficiente indulgencia con esa profesión. Al editor le pagan –casi siempre mal– por desarrollar la paranoia textual hasta límites patológicos. Víctimas de la deformación profesional, buscan erratas en los cintillos del noticiero, en los anuncios, en las palabras de los políticos –esas fábricas de idioteces verbales– y no pueden estar cerca cuando un niño habla. La Academia define errata como equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito. Nada más lejos. La errata, para el editor obsesivo, es un pecado mental cuyo eco se va multiplicando en las paredes del cerebro. Errata se llama la bonita biografía de George Steiner y una extraña editorial española. Hay erratas que son grandes hitos entre los editores de nuestra lengua –el coño fruncido, el fuego atrás, la multiplicación de los penes y los peces–, erratas traumáticas, erratas etarras, erratas perretas, soterradas, rateras.

¿Cómo se aprende a editar? No hay una escuela, si bien alguien cobraba por enseñar ese oficio en mi facultad

¿Cómo se aprende a editar? No hay una escuela, si bien alguien cobraba por enseñar ese oficio en mi facultad. Las clases se convertían en una deliciosa guerra del tiempo, porque no había modo de llenar el semestre agotando las variaciones de un principio: Vigila que el otro escriba bien, sé el guardián de tu hermano o te pedirán cuentas. El otro, el segundo demonio de la edición después de Titivilo, es el autor.

Hay tan pocos escritores que entreguen sus manuscritos con un mínimo de decencia que, para el lector, siempre quedará una sospecha sobre el verdadero responsable del libro. ¿Herralde o Bolaño? ¿Divinsky o Quino? ¿De Moura o Kundera?  Paradiso es famoso por sus gazapos (¡comienza con “Paradiso I” en lugar de “Capítulo I”!) y, en su ejemplar, Cortázar anotó: “¿Por qué tantas erratas, Lezama?”. Las ediciones críticas suelen traer fotografías del manuscrito, en las que uno constata con horror que la mayoría de los novelistas desconoce la puntuación, ignora los acentos, equivoca los significados y maltrata el ritmo. No hablemos de la mala letra o de la reputada boutade de García Márquez, que pidió “jubilar la ortografía”.

Entre cubanos, cazadores de gazapos ha habido muchos, desde José Zacarías Tallet hasta Fernando Carr Parúas. Las columnas de idioma, como El dardo en la palabra, de Fernando Lázaro Carreter, o la más reciente Medir las palabras, del genial Pedro Álvarez de Miranda, eran el mejor exorcismo profiláctico contra Titivilo. De los miembros de la Academia Cubana de la Lengua hay pocos con la capacidad de escribir textos a la altura de sus predecesores. Acabo de buscar la lista y solo quedé algo satisfecho con Margarita Mateo.

Mis ideas para un catálogo personal son tan caóticas que nunca encontrarán financiamiento, a menos que las pague yo

La edición es un oficio ingrato. La mayoría de los que se dedican a él lo hacen para ganarse el pan y no por vocación. ¿Pero cómo puede la paranoia ser una vocación? Otra cosa –y esta sí es una profesión cada vez más rara– es el editor como pensador cultural, como seleccionador de un catálogo, como orientador del autor y artífice de unos libros cuya presentación, claro, tendrá que cuidar, sin que ese sea el meollo de su trabajo. He conocido muy pocos editores así –¿cuatro, cinco?– y ni siquiera me atrevo a decir cuántos eran cubanos.

Por mi parte, no soy editor aunque edito casi todos los días. Mis ideas para un catálogo personal son tan caóticas que nunca encontrarán financiamiento, a menos que las pague yo. Detesto cazar disparates, prefiero producirlos. He llegado a experimentar verdadera depresión cuando un texto ajeno está mal escrito. Me duele leer un libro cariado por las erratas, pero más me duele ser yo quien las corrija. La vida es cruel, vivimos bajo el fuego implacable de Titivilo y no siempre hay cojonudas para darnos ánimo. Enemigos del diablo literario, somos pobres diablos también.

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