Su tremenda espada para siempre clavada
Naufragios
Fifo, para mí, era más viejo que cualquier viejo. Y en una dictadura, la caducidad del caudillo es lo más parecido que hay a la esperanza
Salamanca/Entre sorbo y sorbo de café, con la certeza del creyente, del fanático que se ha ganado el paraíso, una de mis maestras me decía: “Eres incapaz de sentir nada por la Revolución porque te tocó ver a Fidel viejo”. Viejo no, decrépito, pensaba yo, sin interrumpir el arrebato místico de mi interlocutora. La momia, un zombi, el coco, Nosferatu. El Príncipe de las Tinieblas reducido a un espinazo jorobado. Barba traslúcida, pelambre de rata, ojeras de fiel difunto.
¿Qué tiene Fidel, qué tiene Fidel?, decía la casi pornográfica cancioncita. Pecho firme, fuerza invencible, acero terrible, su tremenda espada que se clava y se queda para siempre clavada (¡por Dios, Manuel Navarro Luna!), ternura inmensa, un manantial de nardos, le corre por el cinto un río de gatillos, ¡le puede dar lecciones a los héroes de Homero y también a Don Quijote!, pero odia los dólares podridos (nada más lejos de la verdad), ya sabéis lo que tiene Fidel.
But not for me. Fifo, para mí, era más viejo que cualquier viejo. Y en una dictadura, la caducidad del caudillo es lo más parecido que hay a la esperanza. Su sagrada presencia cada vez más sagrada hasta que la muerte lo separó de la masa, cosa que ocurrió –día maravilloso que me sorprendió, vaya regalo, camino a Varadero– el 25 de noviembre de 2016. “Pero de algo no me pude librar”, le dije a mi enternecida maestra, “de la voz de Fidel”.
“¿Puede una voz humana proyectar una sombra enorme y deprimente?”, se preguntaba George Steiner aludiendo a Hitler
“¿Puede una voz humana proyectar una sombra enorme y deprimente?”, se preguntaba George Steiner aludiendo a Hitler. La infancia del filósofo, en París, tuvo como telón de fondo los discursos del Führer en la radio. La dicción mandona, con gesticulación incluida –hay voces que son todo un cuerpo–, marcaron la memoria sonora de su generación. Hitler quiso barrer con toda una cultura de la voz –Freud, Mahler, Schoenberg, Wittgenstein– y nadie puede imaginarlo en silencio.
A un niño no lo abandona nunca la voz del dictador, queridos padres y pedagogos. Mientras el niño Steiner escuchaba con terror a Hitler, el niño Umberto Eco oía a Mussolini declararle la guerra a Francia e Inglaterra. Para él, las diatribas del fascista pertenecían a la infancia tanto como las historietas Flash Gordon y Dick Tracy, las aventuras de Sandokan y el profesor Lidenbrock, el solfeo y el dibujo.
Nuestro momento histórico era la búsqueda desesperada por abandonar la historia, encapsulada en la voz del dictador
En la escuela, cuando las hordas de estudiantes tenían que jurar lealtad al Duce, los que venían de familias contestatarias siempre choteaban el juramento. Un compañero de Eco decía entre risas “¡Arturo!” cada vez que le exigían gritar “¡Juro!”. ¿Cuántas veces no deformamos nosotros las consignas durante las marchas de preparación militar? Uno, dos, tres, cuatro, comiendo mierda y gastando zapatos. Primero de mayo, día del caballo. Primero de abril, día del pernil. No, no se acabó la diversión, Carlos Puebla.
Revolución es sentido del momento histórico. Nuestro momento histórico era la búsqueda desesperada por abandonar la historia, encapsulada en la voz del dictador. Díaz-Canel, no es solo sin-gao sino también sin-voz. Su tartamudeo, su incapacidad para hablar otras lenguas, su miedo a las multitudes, lo inhabilitan como verdadero caudillo. Tampoco lo fue Raúl, que habla con la voz nasal del borracho cubano, el curda, el mofuquero de la familia. Raúl Modesto recuerda en algo a Franco: bigote, volumen bajo, timbre molesto, casi telefónico. Lo compensaron siendo implacables y agresivos. Todo complejo se tranquiliza con sangre.
Se podría inaugurar un museo sonoro de la crueldad, en el que figure la voz atarantada de Chávez (“Ah, míster Danger, te metiste conmigo, pajarito”), la cretina de Maduro (“A veces me doy cuenta de que soy yo mismo cuando me miro al espejo”), la adulona de Evo Morales (“Fidel no se ha enfermado, solo está en reparación”), la gutural de Hitler (“Con humanidad y democracia nunca han sido liberados los pueblos”), la rajada de Kim (“La fuerza nuclear es un símbolo de soberanía”), la monótona de Stalin (“Yo me hice socialista en el seminario”), la crispada de Putin (“Ucrania es un Estado artificial que se formó por voluntad de Stalin”), la patética de Ceausescu (“Esta mañana hemos decidido aumentar el salario mínimo”).
Se podría inaugurar un museo sonoro de la crueldad, en el que figure la voz atarantada de Chávez y otros dictadores
Y por supuesto, la de Fifo (“No he sido nunca ni soy comunista”; “No soy comunista”; “Soy marxista-leninista y seré marxista-leninista hasta el último día de mi vida”; “Siempre fui admirador de Cristo, porque fue el primer comunista”; “Les pido perdón por haberme caído”).
El que piense que ya no quedan creyentes, que nadie llora cuando se muere un dictador, que nadie suspira por su ausencia, está muy equivocado. Fidel tiene sus plañideras y quizás haya miles. Este 25 de noviembre, mientras yo celebraba estos ocho maravillosos años de silencio, un par de periodistas de Granma llegaba al clímax con un perturbador artículo sobre el caudillo.
“Fidel, cuyo cordón umbilical fue cortado de dos vientres –el de Lina, su madre biológica, y el de Cuba–, tejió con su nación una alianza fundada en el amor. La quiso como un padre quiere a sus retoños… Fidel, literalmente, se abrió el pecho al peligro y, en medio de la lluvia, el fango y las carreteras destrozadas por el poder conjunto del viento y del agua, estuvo junto a su pueblo en esos momentos angustiantes… El amor del Comandante a su pueblo se reedita en nuestro presidente Díaz–Canel”.
Honestamente, ¿quién escribe estas cosas y con qué psiquiatra se consulta?