La última estación del hogar
Los jóvenes hacen listas y dibujan mapas, y van anticipando simbólicamente esa casa venidera mediante pequeños talismanes: una lámpara, un retrato, un libro al cual se aferran
Salamanca/Aunque somos criaturas errantes, buscamos siempre un hogar. Para nadie es suficiente una casa; hay que afirmar nuestro dominio con pequeños adornos, cuadros, retoques, ceniceros, rayones en la pared, roturas incluso. Por eso los hoteles –por muy lujosos que sean– tienen algo estéril, prostibulario, que nos expulsa para acoger al siguiente.
El viaje existe para llegar al hogar, no importa si es real o imaginario. Los jóvenes hacen listas y dibujan mapas, y van anticipando simbólicamente esa casa venidera mediante pequeños talismanes: una lámpara, un retrato, un libro al cual se aferran. Si algo representan estos objetos es la lealtad a nosotros mismos, la confianza en que habrá un futuro y será –aún en la pobreza– cálido y acogedor.
Nada es frívolo dentro de una casa, todo guarda su significado. Las madres cubanas –para quien todo trasto es un tesoro– se enfurecían cuando, por descuido, rompíamos un plato. O si el gato que criamos con esmero y civilidad derribaba un jarrón de un coletazo.
El espacio secreto entre la pared y la puerta fue el escondite preferido de la niñez, al igual que el interior de los armarios, donde las chaquetas y corbatas de los viejos nos hacían estornudar
El espacio secreto entre la pared y la puerta fue el escondite preferido de la niñez, al igual que el interior de los armarios, donde las chaquetas y corbatas de los viejos nos hacían estornudar. En las tablas del pasillo, mi hermano y yo marcábamos con lápiz nuestra estatura: toda nuestra vida está contenida en esas líneas de grafito, año por año, centímetro a centímetro, hasta que dejamos de crecer.
Dentro del hogar hay espacios libres y regiones prohibidas. La primera vez que abrí una gaveta lo hice con miedo. El escaparate, formidable, amenazante, tenía tres puertas. Atraje la manija y miré, en puntillas, el contenido del cajón.
No hay manera de enumerar lo que vi –lo que vimos todos en algún momento– porque ya la memoria, traicionera como es, lo pobló de artefactos falsos, inventados por mí. Sin embargo, lo único que distingo con nitidez es un par de espejuelos de montura dorada, que pertenecían a un pariente fallecido.
Incluso ahora rememoro el efecto que causaron en mí, cuando los puse frente a mi cara: vértigo, mareo, el terror de mirar con los ojos del difunto. De ahí en adelante fui más desconfiado con las gavetas.
"Los muertos deberían morirse con sus cosas", escribió con despecho García Márquez. Nada peor que desvalijar el recuerdo de los que se fueron. Uno siente –y con razón– que está desbaratando la porción de existencia que a otros les llevó toda una vida levantar. Sin embargo, es natural que los libros, las estatuillas, los soldados de plomo, no estorben el flujo de las vidas que vienen. Hay que hacerles espacio.
El sentimentalismo me lleva a formular una sola excepción: las bibliotecas.
Todo lector de Lezama ha emprendido alguna vez la peregrinación a la casa de Trocadero 162, en La Habana. Allí, biblioteca y hogar son una sola cosa. El olvido de los burócratas le ha venido bien al lugar
Todo lector de Lezama ha emprendido alguna vez la peregrinación a la casa de Trocadero 162, en La Habana. Allí, biblioteca y hogar son una sola cosa. El olvido de los burócratas le ha venido bien al lugar. No han retirado las figuras que él dispuso en sus estantes y que tanto significado adquieren en su obra. Su gravitación permanece en los cuadros y butacas, y no pudo destruirla ni siquiera el ciclón que inundó la casa hace unos años.
Sus amigos, que todavía viven y lo recuerdan, regresan a ese tiempo y a esa biblioteca. Descolocar las vitrinas y trastornar el orden de los ejemplares significaría, en cierto modo, quemar un fragmento de su legado.
Las bibliotecas, por tanto, tienen que sobrevivirnos.
La última estación del hogar, la que nos queda cuando nos hemos marchado o estamos lejos, es el vacío. Fue el propio maestro de Trocadero, heredero de los dragones chinos y los sabios japoneses, quien nos enseñó a degustarlo. La palabra es tokonoma, el vacío creador de la casa, un refugio hecho de nada y silencio donde podemos entrar y reposar.
El vacío es la "compañía insuperable, la conversación en una esquina de Alejandría", lo que "nos rodea todo el cuerpo con un silencio lleno de luces". No hay nada abstracto en esto. De hecho, es lo único real cuando –en el frío y esperando el tren en la estación– buscamos el interior tibio de nuestros bolsillos. En el fondo, intacta como un fantasma, está la promesa del hogar.
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